domingo, 1 de abril de 2012

Las autoridades de la UE, en un alarde de compasión y tacto, han prohibido a los científicos europeos el uso de chimpancés y grandes simios en sus experimentos. Como cabría esperar, la medida ha colmado de satisfacción a la población simiesca. Los primates han celebrado la noticia con feroces aullidos, vertiginosos paseos en liana y brutales coyundas. ¿Qué otra cosa esperaba usted de un hatajo de monos piojosos?
El entusiasmo mostrado por los simios contrasta vivamente con la indignación que ha cundido entre quienes, a la vista del trato de privilegio dispensado a los primates, se consideran víctimas de una discriminación manifiesta. Las ratas de laboratorio también reclaman el indulto. Conejillos de indias, cobayas, hámsteres y demás caterva de bichos malolientes han solicitado a Bruselas su equiparación a chimpancés, orangutanes y gorilas. Los roedores estiman que, en lo tocante a padecimientos, su especie ha resultado lo bastante desdichada como para haberse hecho merecedora de una reparación.
Las misérrimas ratas argumentan ante la administración europea el sacrificio sin galardón de miles de generaciones de infelices roedores cuyas vidas transcurrieron en el extravío de laberintos interminables que parecían no tener salida. Alegan la angustiosa esquizofrenia de sus ancestros, encerrados en el interior de una rueda y animados a emprender frenéticas carreras que no conducían a ninguna parte. Esgrimen la desazón pavorosa ante la visión de la aguja hipodérmica que inoculaba en sus pequeños cuerpecitos ponzoñas desconocidas. Las humildes ratas de laboratorio han rendido impagables servicios a la ciencia y, pese a ellos, los burócratas europeos las siguen condenando al presidio de insalubres jaulas hediondas donde serán reclutadas para someterlas al tormento de la vivisección o a la consunción de sus diminutos metabolismos devastados por un virus inyectado con premeditación.
Las ratas han contribuido con generosidad a la expansión del saber científico, justo es reconocerlo. Pero en el plan de Dios los roedores ocupan un modestísimo lugar con el que habrán de conformarse. Querer ser más de lo que a uno corresponde es soberbia. Quien siendo rata aspira a ser gorila está condenado a la frustración.
Este empecinamiento de las ratas de laboratorio no es sino rebelión, pues no puede adjudicarse otro nombre a esa obstinación en escapar a su destino, a ese desprecio a la autoridad que tales quejas comportan. Todo esto, sin embargo, está llamado al fracaso.
Negar su lugar en el mundo es retar a Dios, subvertir el orden, promover el caos. Es el sistema el que aboca a la rata de laboratorio a la rutina de la vivisección, los electrodos y el confinamiento.
Quizás advenga el día en el que las gacelas devoren a los leones. Tal vez futuras generaciones lleguen a asistir al insólito espectáculo del chanquete que engulle al cachalote. Y pudiera ser, si es que el mundo evoluciona tan torcidamente, que el porvenir traiga consigo gobiernos estrafalarios que, en tiempos de crisis y para combatirla, decreten la reducción de los salarios percibidos por los consejeros de las grandes entidades financieras y, de paso, fiscalicen los beneficios de éstas. Pero entretanto, y mientras no medie un milagro o una revolución, funcionarios, pensionistas y ratas de laboratorio continuarán ocupando el lugar que les corresponde.

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