Pasaba Morcillo por ser un joven disciplinado.
Adiestrado por sus mayores, participaba en las votaciones a las que era
convocado, ovacionaba con entusiasmo las intervenciones de sus correligionarios
y censuraba las de los rivales con un berrido propio, muy característico, cuya
sonoridad sus compañeros de bancada celebraban entre pateos y coces. Pero, y
esto atormentaba a Morcillo, nada de ello contribuía a la promoción de su
incipiente carrera política.
De modo que decidió ir más allá.
Una mañana, mientras se debatía una proposición no de
ley promovida por la minoría parlamentaria, los diputados advirtieron que
Morcillo no se movía. Un estatismo antinatural se había apoderado de su
persona. Ninguna mueca, ningún aspaviento, ningún pataleo. Y, lo que más inquietó
a los inquilinos de los escaños vecinos, ningún berrido. Morcillo había
renunciado a toda acción.
La extravagante actitud del diputado por Cádiz animó
horas y horas de tertulia en la cafetería, en los despachos de los ministros,
en el Salón de los Pasos Perdidos… Sus señorías concluyeron que el silencio y
estatismo de Morcillo eran la expresión de una naturaleza superior y
visionaria, la manera en la que había decidido mostrarse un talento
providencial que ve más allá. De hecho, cuando Morcillo callaba parecía
infinitamente más inteligente que cuando hablaba.
Si algún diputado le ofendía, él renunciaba a
cualquier réplica. “Es un hombre de talante generoso y desprendido, incapaz de
hacer uso de su superioridad intelectual para evidenciar la ignorancia del
oponente”, comentaban en corrillo los padres de la patria. Y cuanto más callaba
y menos decía, más mesurado y sabio parecía.
Era digno de verse el respeto con el que sus señorías
asistían a la ceremonia que acompañaba cada paseo de Morcillo hasta la tribuna
de los oradores. Debido a su quietismo militante, resultaba siempre necesaria
la colaboración de dos ujieres para su traslado desde el escaño hasta el
estrado, transportado en andas como un sillón orejero. Y allí se plantaba, sin
agitar una pestaña y, por supuesto, tal y como todos esperaban, una vez
acomodado tras el atril, no articulaba ni una sola palabra. Jamás discursos tan
lacónicos obtuvieron aplausos más ensordecedores.
Ya anciano y reverenciado por la sociedad de su
tiempo, el secreto de su éxito no tardó en ser revelado gracias a un
acontecimiento casual, irrelevante en apariencia. Sucedió que la señora
Laurencia, miembro del excelentísimo cuerpo de limpiadoras del Congreso de los
Diputados, se dispuso a adecentar el hemiciclo en ausencia de sus señorías.
Allí, en su escaño, y en la soledad del salón vacío, descansaba, inmóvil y
ensimismado como siempre, nuestro glorioso representante. Laurencia se acercó y
agitó al diputado, por determinar si se hallaba con vida. Y con el zarandeo un
ojo de vidrio se escapó de su cuenca para ocultarse, rodando, bajo la mesa de
los taquígrafos.
Como, pese a todo, Morcillo no se movía, la limpiadora
adquirió confianza y comenzó a manipular, ya sin miramientos, al padre de la
patria, como quien da vueltas a una figura de porcelana para ver dónde se le
acumula el polvo. Y en estas pesquisas andaba cuando observó cómo en la axila
izquierda se abría lo que parecía ser un costurón del que asomaba el relleno.
Dióle la vuelta al vecino más insigne de San Martín del Tesorillo y, para su
sorpresa y admiración posterior de las opiniones públicas española y gaditana,
descubrió grabada en su nuca con tinta indeleble la siguiente leyenda:
“Hermanos Núñez. Taxidermistas. Fregenal de la Sierra. Badajoz”.
A imitación de Morcillo, y a la vista de tan admirable trayectoria, los
cachorros de las juventudes del partido han comenzado a disecarse, en la
creencia de que, como el diputado campogibraltareño, harán una provechosa
carrera política con pensión vitalicia al fondo.
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