miércoles, 28 de marzo de 2012

Pasados los 40, todo lo que queda es engordar. Los líquidos acumulados durante décadas comienzan a violentar las líneas del cuerpo; el rostro se abotarga; sobre el vientre, expedita llanura en otro tiempo, comienza a erguirse una abrupta colina de grasa; el diámetro de los tobillos se ensancha; flácidas cortinas de piel oscilante se mecen bajo los brazos; los glúteos se disputan con saña fratricida el espacio en el que, hasta entonces, habían convivido en plácida vecindad. La vida engorda.
El espejo me devuelve el reflejo de uno de estos individuos orondos y me malicio que ese tipo, tan parecido a mí, se ha comido a quien yo era.
Resulta una excentricidad, no lo niego, pero esta sensibilidad recién adquirida para apreciar el incremento de volumen del cuerpo adopta, en mi caso, una dimensión moral. Me explicaré. No sólo me veo gordo a mí mismo, sino que advierto con horror cómo la gente a la que dispenso mi afecto también ha sido atacada por este proceso lento pero irreversible al final del cual aguardan unos pantalones de la talla 64. Todos aquéllos a quienes profeso mis simpatías (que, son, por lo tanto, todos los que, según mi particular percepción, albergan virtudes y cualidades que me resultan gratas) están gordos. A mis ojos, una persona virtuosa en nada se distingue de un luchador de sumo.
Por supuesto, esta alucinación, porque no puede tratarse de otra cosa, posee un carácter simétrico. Sucede que cuando mi atención se concentra en las personas hacia las que siento una indisimulada antipatía el fenómeno se invierte. Si la casualidad me obliga a cruzarme en la calle con uno de estos sujetos despreciables, no veo al villano, al usurero o al hipócrita sino a un individuo estilizado, de armónicas facciones, ajeno a los lastres que impone la obesidad, grácil y ligero como la Paulova, todo un figurín. Y es entonces cuando me persuado de que el mal y su práctica proporcionan un tipín que no puede prometer ningún producto dietético del mercado.
No aspiro a ser el único trastornado aquejado de esta disfunción sensorial. Puede ser, y no crea que no medito sobre ello, que aquéllos a quienes tengo por gente abyecta se enfrenten, apostados ante el espejo, al reflejo de un ser humano de dimensiones paquidérmicas. Quizás, los malvados que me parecen sílfides se lamenten de lo mucho que han engordado en los últimos años. Y, del mismo modo, pudiera ser que ellos, de reparar en mi apariencia, hallaran en mí a un individuo enjuto y fibroso. La existencia es gorda o enclenque según los ojos de quien la juzgue.
Esta subjetividad, que impide la clasificación moral de los moradores del planeta en gordinflones y flacuchos, constituye un serio obstáculo para el progreso de la humanidad y el perfeccionamiento de nuestras sociedades. Imaginemos una civilización en la que, de manera objetiva, mensurable y con posibilidad de verificación, pudiera aseverarse que las buenas personas tienen, sin excepción, papada, barriga cervecera y arrastran diez arrobas por las vías públicas. Consecuentemente, en esta sociedad utópica, los flacos serían, necesariamente, gente de poco fiar, pervertidos, simuladores, rufianes, traicioneros, amigos de lo ajeno, perjuros, taimados, serviles, mendaces… Esto es, la esencia de la malignidad.
Una humanidad así organizada, depararía no pocos beneficios al bien público. Podríamos saber si el tendero nos sisa en el peso de los calabacines con tan sólo echarle un vistazo. Advertiríamos sin dificultades si el candidato del cartel electoral es un mentiroso o un sujeto íntegro. Acudiríamos al altar en la seguridad de que nuestra pareja observará su obligación de fidelidad hasta sus últimos días. Los tenderos, los candidatos y los cónyuges, cuanto más gordos, más fiables.
Una vida así de gorda nos protegería de la desdicha.

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