miércoles, 28 de marzo de 2012

 No es habitual que en un velorio el difunto se incorpore, escudriñe la habitación en un intento curioso por reconocer a los invitados, salude al respetable con el comedimiento que exige una ceremonia tan solemne, y se dirija a la mesa de las viandas para despachar con apetito un alfajor.
Las plañideras y condolientes congregados en torno a la capilla ardiente de aquel insigne convecino, hombre de indiscutible predicamento y meritada honra, atestiguaron ante el juez de guardia, sin contradicción alguna entre los distintos testimonios recabados, que, efectivamente, el muerto se levantó, escrutó la estancia en su torno, dio las buenas noches y devoró con ansia un dulcecito navideño revenido, artesanía gastronómica manufacturada, para mayor detalle, en la gaditana localidad de Medina Sidonia.
El funcionario del juzgado consignó cada uno de los pormenores proporcionados por los testigos acerca de los sucesos que les había sido dado presenciar, hechos que, sucintamente, se referirán en los siguientes párrafos, redactados con rigor notarial y respetuosa fidelidad a los acontecimientos de los que aquí venimos dando cuenta.
Primero fue el espanto, claro está. Después, la estupefacción lógica de quien contempla a un cadáver que trasiega una copa de anís Cózar con la intención de mejor deglutir el ya aludido alfajor. Finalmente, el requerimiento de auxilio al señor arcipreste, presente en la sala, quien, con el rostro demudado y entre aspavientos y gestos de exoneración, negaba participación alguna en el milagro.
Ante la insistencia del presbítero, los deudos sugirieron que, tal vez, y en contra de lo acostumbrado, aquella taumaturgia del muerto que se levanta y anda no estuviera emparentada con otros sucesos escatológicos de similar apariencia e improbabilidad en los que cabe apreciar la intervención de la mano de Dios. “Quizás nos encontremos ante lo que bien podríamos llamar, para mejor entendernos, un milagro civil”, reflexionó un primo segundo del finado, mientras éste, ajeno al revuelo que habían provocado sus actos entre la concurrencia, acometía en ese mismo instante el asalto a un polvorón de canela.
Quizás la responsabilidad sobre aquel hecho antinatural correspondiera al presidente del Círculo Mercantil y portavoz de la grandes empresas de la comarca, quien, en un loable intento por facilitar nuevos yacimientos de mano de obra a la apesadumbrada patronal, habría ideado el artificio de recurrir a los muertos como ardid para recuperar el tono de la economía pues, como de todos es sabido, un difunto puede subvenir perfectamente a sus escasas necesidades con apenas un tercio del salario mínimo interprofesional. Quizá, sin embargo, aquel despertar de entre los muertos fuera un rapto poético atribuible a una inspirada composición lírica declamada por el rapsoda local, gloria de las letras autóctonas e hijo predilecto de la ciudad, aunque tal posibilidad fue pronto despreciada. “Un poema de éste puede dormir a una oveja, pero difícilmente despertará a un muerto”, objetó el empleado de la funeraria entre el asentimiento cómplice del respetable.
Y en éstas estaban, los invitados preguntándose quién había sido y el fiambre escanciando otro generoso chorro de aguardiente en la copa, cuando, de improviso, se dejó oír la voz tonante del señor alcalde quien, en el latín que creyó avalado por sus recuerdos del instituto y el visionado de la serie “Yo, Claudio”, sentenció: “Mea culpa sine qua non”. El mismo cadáver, impresionado por el latinajo, se despreocupó de la bandeja de los dulces para admirar al primer edil, a quien ya creía autor inequívoco de aquel milagro civil. El jefe de la leal oposición municipal no dejaría de lamentarse en los días sucesivos de su ausencia de reflejos ni de envidiar la osadía de su oponente, quien claramente le había ganado por la mano.

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