domingo, 11 de septiembre de 2011

Cuando no parece haber salida, cuando los hados se confabulan contra quien en otro tiempo los había invocado con éxito, cuando las puertas se cierran y no existe vano alguno a través del cual precipitarse a la calle, cuando, en fin, a la fuerza ahorcan, la mente humana siempre acaba pariendo una idea luminosa que pone fin a toda zozobra y nos saca del atolladero. Mi padre lo decía: “Dios aprieta, pero no ahoga”. Debe de ser verdad.
Siempre se nos acaba ocurriendo algo en el último instante.
A propósito de todo esto, me gustaría traer aquí, por ilustrativa, la historia de un reputado literato falangista cuya excentricidad le condujo a repudiar todo consumo de carne, extemporánea salida en época de estraperlistas y carpantas. Su círculo más íntimo en el Ateneo, también hombres de letras afectos al régimen, no acababa de salir de su estupefacción ante lo que tomaban por extravío de su amigo, quien, pudiendo permitirse por su posición un buen chuletón de Ávila prefería, sin someterlo a duda, una especiada ración de rábanos y nabos. Una incredulidad que se tornaba desazón cuando trataban de imaginar las cenas de Nochebuena en aquella casa triste, perfumada por el hedor del repollo hervido y las coles de Bruselas. Dábanle vueltas y no acertaban a representarse la escena. ¿Qué dieta cultivaría la familia de su amigo en fechas tan señaladas? ¿Cómo aceptar que en una casa española de gente tan principal, en la conmemoración del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, no humeara sobre la mesa un pollo torrado y crujiente, con sus doradas patatas alineadas en torno al cadáver, su ramita de romero y su limón obturando el recto del malhadado animal? Si las familias que habían manifestado su inquebrantable adhesión al Caudillo y a su misión redentora de España, si esta gente, como digo, llegada la Nochebuena, sacrificaba a diestro y siniestro pavos, pulardas, capones, faisanes, perdices e, incluso, algún que otro jabalí, ¿por qué este falangista de primera hora había sucumbido a la chaladura, tan impropia de su clase, de renunciar a la ingesta de carne? Y, por encima de todas las cosas, ¿cómo podía justificar su profesión de fe católica si el mismísimo 24 de diciembre, y probablemente  ofendiendo a Dios de este modo, se negaba matar bicho alguno?
“Una coliflor. En casa de éste matan una coliflor”, se oyó decir a uno de los socios más conspicuos del Ateneo. Una idea genial, de la estirpe de las ideas sublimes de las que venimos hablando, expresada en apenas tres palabras (“matan-una-coliflor”), tres palabras que lo justifican todo, que destierran toda duda que pudiera cernirse sobre la integridad de las convicciones falangistas de este amante de los berros, sobre la piedad de su ideario, sobre los sólidos principios en los que se asientan su casa y su hacienda. Preferirá las berzas al codillo, pero es un hombre de orden, dirá de él el partero de esta coartada, de esta ocurrencia providencial que, sin duda alguna, salvó a este hombre del paredón, adonde habría sido conducido sin remedio. Por comer pepinos, como los rojos.
Ideas encomiables y oportunas que, como la que pone fin a la historia hasta aquí narrada, salvan vidas, orientan el destino de razas y pueblos enteros, exorcizan las miles de amenazas que acechan la seguridad de las gentes y su bienestar.
Ideas como la que nos será reiterada por radio, televisión y prensa durante los próximos meses. Esta idea: el partido tiene la solución de todos los problemas que en esta hora nos sumen en la más negra incertidumbre. El partido, cualquiera que sean sus siglas, acabará con el déficit y los malos usos en la gestión de la cosa pública, el nepotismo y la indiferencia hacia la voluntad popular, el transfuguismo, la corrupción y todas esas lacras que han venido lastrando el desarrollo del país.
Una idea efervescente, fresca y seductora: si el partido, cualquiera que sean sus siglas, creó el problema, raro será que no sea capaz de dar con la solución. Y sin necesidad de pedir disculpas a nadie por los daños causados.
Una idea genial, sin duda. Y tras proponerla en campaña, se comerán un pollo. Algo que nunca habría hecho el falangista seducido por las berzas.

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