jueves, 2 de septiembre de 2010

Agotados los argumentos falaces, los arteros embelecos, la seducción interesada, la sugestión hipnótica, las argucias de trilero y otras tantas estrategias de publicidad y propaganda, la opinión pública ya no se deja persuadir con la facilidad de antaño. No puede llegar usted a imaginar lo reacia y suspicaz que se muestra la gente ante quien pretende defender la bondad de un discurso político, una soflama sindical o una apología de los productos facturados por la casa Avon. En fin, que nadie se cree nada.
La situación ha alcanzado un punto crítico, como usted podrá suponer. El mundo de hoy no puede concebirse desposeído de sus votantes, sus militantes, sus consumidores, sus devotos feligreses, sus hinchas y sus contribuyentes. Si llegara el día, abominable a todas luces, en el que toda esta legión de seres humanos por convencer se resistiera a ser convencida, todo el edificio de nuestra civilización se vendría abajo con la facilidad que un niño demuele un castillo de naipes.
La certeza de que este cataclismo se desencadenará sin remedio si no adoptamos las medidas precautorias exigidas ha llevado a un selecto grupo de políticos españoles, cuyas deslumbrantes luces amortigua un voluntario anonimato, a proponer un nuevo expediente retórico e intelectual que permita someter a toda esta caterva de inadaptados, empeñada en poner en duda los programas electorales, el contenido de los prospectos de los laxantes, los evangelios, los idearios revolucionarios y, sin respetar institución alguna, la información televisiva del Teleprograma.
Según estos custodios anónimos de la civilización occidental y sus logros, bastará con introducir cualquier discurso que haya de pronunciarse en público con una consideración previa que pondere la fugacidad del tiempo, la inanidad de nuestra especie, la volubilidad de la existencia y, en fin, el carácter inexorable de la muerte. Dé por seguro que tal referencia predispondrá a la angustia a quienes la estadística señala, por su edad avanzada, como aquéllos que serán arrebatados por las garras de la Parca en fechas en absoluto remotas. No le quepa duda de que el efecto alcanzará también a los más jóvenes, a los que habrá de hacerse notar que, pese a los cálculos estadísticos más arriba mencionados, la muerte, en una de sus infaustas frivolidades, puede arrancar para la fosa lo mismo a un vejestorio valetudinario que a un cuerpo núbil y pubescente desbordante de salud.
Pese a la oportunidad de su utilización, este ingenio ideado para la persuasión de las masas no es nuevo. La cosa es bien sencilla, y ya fue intuida por los grandes conductores de pueblos y los beligerantes caudillos que en otros siglos gobernaron el mundo. Todo se funda en el principio de que el mal mayor hace palidecer, favorece el menosprecio y condena al olvido al mal menor. Si ocurriera que alguien llamara a su puerta para anunciarle que mañana mismo abandonará este valle de lágrimas víctima de una apoplejía, resultaría del todo probable que dejara de preocuparse por esa incipiente alopecia que amenaza con dibujarle en la coronilla una tonsura de fraile del diámetro de una moneda de diez duros.
Tal y como han sabido ver esos hombres providenciales cuya clarividencia no podemos dejar de encarecer aquí, las aplicaciones prácticas de este expediente resultan infinitas. ¿Cómo podrá inquietarnos una subida de impuestos abusiva si andamos convencidos de que habremos de morir mañana? ¿Quién hará acopio de los arrestos necesarios para reclamar a la administración municipal el asfaltado de su calle si la única avenida que se abre ante nosotros es aquélla que ha de conducirnos al vórtice mismo del vacío, al abismo, a la nada más absoluta? ¿Qué ganaremos con oponernos a una reforma del sistema productivo que mengüe nuestros salarios si no hay más futuro que la frialdad de la sepultura y la cría de malvas?
Las autoridades le recuerdan que, más tarde o más temprano, acabará por diñarla. Así que haga el favor de dejar de joder la marrana.

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