domingo, 29 de agosto de 2010

La vida mundana en una ciudad de modesto tamaño presenta peculiaridades que no pueden rastrearse en urbes más populosas donde la mayoría de sus moradores no han tenido la oportunidad de ser debidamente presentados. En estas ciudades pequeñas, quien aspire a ser aceptado en la buena sociedad autóctona deberá multiplicar su presencia pública con el frenesí del que sólo es capaz aquél que ansía significarse. El don de gentes y la campechanía, sin llegar a desdeñar la erudición, el atractivo físico y el patrimonio personal, son virtudes recomendables para quienes frecuentan los ambientes mundanos de las ciudades de provincias.
No siempre, sin embargo, las gracias particulares con las que cada personalidad se adorna alcanzan para satisfacer las exigencias de estas aristocracias locales. Esta clase de convecinos selectos se rige por estrictos criterios de admisión, a pesar de que, como resulta evidente, la distinción y el “charme” del que se envanecen se extinguen en cuanto atraviesan las lindes del término municipal.
Como sucede que, en la práctica totalidad de las ocasiones, la delicadeza de las formas, el donaire y el atractivo natural no concurren entre los ejemplares de esta especie, estas criaturas mundanas se ven obligadas a fingir. Es esta impostura la que mantiene activa la vida social en todas esas localidades de las que bien puede decirse, atendiendo a sus dimensiones, población e influencia, que no alcanzan a ser ni chicha ni “limoná”.
Mienten a los demás y a sí mismos para poder sostener que, sin lugar a dudas, la agitación cultural en su ciudad constituye una evidencia que queda constatada en la proliferación de talentos contrastados en las más diversas ramas de las artes plásticas y la literatura. Sólo en una ciudad así, y bajo el mecenazgo de los que son alguien, se da el caso de ser invitado a una galería que cobija una obra pictórica cuya sola exhibición pone de manifiesto lo generoso que puede llegar a ser el Código Penal español. En sociedades más civilizadas, el pintor sería conducido por la fuerza pública ante el juez de guardia para su posterior ingreso en prisión incomunicada. Y sin fianza.
Otra de las instituciones en las que cabe apreciar la larga mano de esta élite aborigen es la que encarna la figura del pregonero. Cualquier cenutrio puede ser removido por los cenáculos locales a la condición de pregonero. De hecho, no hay nada más venerado en una ciudad de provincias que un pregonero, sea cual sea su encomienda: anunciar las fiestas patronales, exaltar alguna imagen mariana o encarecer las bondades del partido, el sindicato o la beneficencia. El pregonero sube al estrado, y en el reducido periodo de tiempo que media entre la hora del almuerzo y el crepúsculo, ensarta con desahogo una ristra de sandeces, simplezas y obviedades que serán aplaudidas de manera incondicional por el auditorio, ya esté éste integrado por cofrades, militantes o miembros de comité de empresa. El público asistente, todo lo más, fingirá lamentar que aquella perorata insufrible haya resultado tan breve y, sobre todo, que el orador no haya tenido la ocurrencia de ofrecer al respetable una disertación compuesta en rima consonante. La buena sociedad aprecia con sutileza diletante la poesía de altura.
Los estupefactos habitantes de estas pequeñas poblaciones no sabrían qué cosa hacer si esta casta de conciudadanos, integrada por seres providenciales, decidiera un buen día incumplir sus obligaciones y, en esta actitud, abandonar la organización de homenajes; suspender la institución de nuevos premios literarios; cesar en la inauguración de salas culturales, pabellones deportivos y calles recientemente asfaltadas; ignorar los ágapes anuales ofrecidos durante los festejos locales a los agentes económicos y sociales, quienesquiera que éstos sean; dejar de descubrir los bustos dedicados a los próceres y renunciar a presidir la recepción que merecen las autoridades regionales y nacionales en su visita a la localidad.

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