martes, 15 de junio de 2010

Quien se muere lo hace de manera definitiva. Ésta es una de las principales molestias que ocasiona la muerte. No hay noticias de que alguien alguna vez en algún lugar se haya muerto un poco, a ratos o ligeramente. Cuando uno la espicha, la diña, la casca, lo hace de una vez y para siempre. Morirse es un contratiempo enojoso.
Todas estas consideraciones estaban muy presentes en la mente de los parroquianos del Bar El Lonchas, en Tomelloso, Ciudad Real, el día en que Arsenio, el de la ferretería, se presentó de improviso en el local poco después de haber recibido cristiana sepultura. La relación de estos hechos no ha sido sometida hasta la fecha a verificación por organismo independiente alguno, por lo que pudiera resultar que ni el finado estuviese efectivamente muerto ni los acontecimientos se sucedieran en la populosa y coqueta localidad manchega. Sea como fuere, y concediendo a la historia el crédito que no merecería tener, los relatores de estos asombrosos hechos sostienen que los habituales del Bar El Lonchas respondieron con un aterrorizado silencio al saludo de buenas tardes que les dedicó el Arsenio antes de pedir en la barra un sol y sombra.
Los testimonios de los presentes coinciden en que el vecino redivivo escrutaba a la concurrencia con unos ojos biliosos y desencajados, que su piel ofrecía una tonalidad lívida frontera con el azul turquesa, que el cabello, antaño recio y bien arraigado, parecía ahora mustio, ralo y quebradizo. Aquella peritonitis fatal había desmejorado bastante al ferretero, según consenso general del respetable.
Arsenio, el aparecido de Tomelloso, es un ejemplo manifiesto de los numerosos inconvenientes que trae aparejada la resurrección. Una persona difunta que abandona su sepultura para retomar sus actividades cotidianas será víctima de los prejuicios que contra los muertos vivientes mantiene la sociedad de nuestro tiempo. La gente común no tolera sin escándalo que un muerto sea beneficiado por el Estado con una vivienda de protección oficial, pues, y en esto sustenta su reproche, a un cadáver habría de bastarle con un nicho cuya intimidad vela una lápida esculpida con un RIP y una imagen del Sagrado Corazón. La opinión pública, del mismo modo, considera un dispendio proporcionar asistencia sanitaria gratuita a quien, por su condición de muerto, no ha de temer atropellos, accidentes cardiovasculares o virus letales. El finado que despierta a la vida contra natura es una criatura condenada a la exclusión y el ostracismo.
Junto a la marginación que procuran estas actitudes, hay que considerar la frustración de aquéllos que, habiendo fallecido, acaban adquiriendo la convicción de que, desde el momento de su retorno de entre las brumas del Hades, sólo les queda emprender actividades a título póstumo. Y, como todo el mundo sabe, los galardones y títulos que se conceden después del fallecimiento del agasajado son hijos de la mala conciencia y el compromiso.
Morirse puede estar contraindicado por las autoridades sanitarias, pero quien languidece hasta su último suspiro alcanza, tras los postreros estertores, una tranquilidad y un sosiego que ni siquiera Marina D’Or es capaz de prometer. Un ciudadano bien sepultado nada ha de temer de los nuevos tipos de contratación ideados al calor de la reforma laboral ni de la aguerrida disposición competitiva de la selección nacional de Honduras. Por todo lo cual, y si ello se encuentra entre sus planes personales a medio plazo, me atreveré a sugerir que no existe mejor época para morirse que este hermoso mes de junio.

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