viernes, 11 de junio de 2010

Bastaría con una breve pulsación, una delicada presión, un golpe apenas perceptible del índice sobre el interruptor para que la sucursal del establecimiento bancario desapareciera sin dejar rastro. Un botón redondo y colorado que no es sino una ilusión, un anhelo, una ficción imaginada por quien desearía ser orgulloso propietario de un artilugio a través del cual satisfacer sus aspiraciones y apetitos.
Sería suficiente con acercar la yema del dedo al dispositivo y adiós al director de la oficina, al interventor, al oficial primera, a la señora valetudinaria que aguarda temblorosa ante la ventanilla para cerciorarse de que la pensión le ha sido puntualmente abonada, al guardia de seguridad que vigila a la anciana por si entre las enaguas pudiera esconder una recortada, que casos similares se han visto en otras localidades donde los índices de criminalidad no son muy distintos a los que aquí se registran. Adiós a todos ellos, sí, pero por encima de todas las cosas, adiós a la hipoteca y al pago de las cuotas y a la inestabilidad del euríbor y a la amenaza que constituye el celo mostrado por el departamento de embargos, siempre al acecho, aguardando el error, si no incitándolo, fiel a su condición de custodio de los intereses de la entidad financiera, a la que debe no sólo su misma existencia sino también su razón de ser. Y todo, todo, desaparecería con tocar ese botón.
Un pequeño toquecito al botón redondo y colorado y se desvanecería el pit-bull malencarado que cada mañana, camino del trabajo, nos escruta al paso con intención criminal y del cual su propietario asegura que es un ángel de Dios, una animalito dócil y encantador que, desde luego, no muerde. “No se asuste, el perro huele el miedo”, nos recomienda el amo de la bestia, que ajena a las indicaciones de su dueño exhibe unos amenazadores colmillos mientras babea. Sin duda, recurriríamos a este ingenio de nuestra fantasía para conseguir la evaporación de su asiento en el negociado i mayúscula de la funcionaria que con gesto despectivo y autoritario nos afea la intolerable ausencia de pulcritud en la cumplimentación de la solicitud, nuestra negligente ignorancia acerca de las reglas más elementales de la tramitación administrativa. “Lo que debe compulsar es la copia del formulario 379, ¿o es que no siente usted ningún respeto por las leyes que regulan el procedimiento y las exigencias que impone la tramitación de los expedientes?”, reprocha indignada la funcionaria desde su oráculo tras la mesita de oficina mientras usted, sin apenas ser notado, presiona el botón al tiempo que su rostro se ilumina con una media sonrisa.
Los moralistas opondrían a la patente de este ingenioso mecanismo desintegrador no pocas objeciones de índole ética. Sostendrían que resulta inaceptable el sacrificio de criaturas inocentes, y enumerarían severos la relación de víctimas cuya inmolación ha sido necesaria para contentar nuestro capricho: el director, el interventor, el oficial primera, el guardia de seguridad, la anciana que esconde una escopeta de cañones recortados en el refajo, el perro y la funcionaria feroces...
Tales críticas no deben disuadirnos de nuestro propósito. Resulta, y es imprescindible subrayarlo, que nuestro botón garantiza la impunidad en la acción, pues, tratándose como se trata de un artefacto mágico, nadie podrá relacionarle con las misteriosas desapariciones. Ajeno a la culpa e inaccesible a las pesquisas policiales, ¿no es excitante?
El líder se desvanece sobre la tarima durante la celebración del mitin pre-electoral y, con él, la cúpula directiva del partido, y la masa enfervorizada que corea consignas aprendidas, y el asesor de campaña. El consejo de administración de la entidad financiera comienza a volatilizarse junto a la mesa de caoba en torno a la cual se reúnen para reclamar del Estado una ayuda multimillonaria que ayude a sostener el sistema. El plató donde media docena de sesudos periodistas graban la tertulia más celebrada de la programación se deshilacha como una madeja de algodón de azúcar en el instante preciso en el que más se grita y gesticula. Y sólo pulsando un botón. ¿O es que no probaría?

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