lunes, 7 de junio de 2010

Los tiempos cambian, las costumbres mudan. Nada proporcionaba a nuestros ancestros mayor ocasión para su esparcimiento que una buena turba furibunda, arrebatada por la promesa de la sangre y armada hasta los dientes. Una apacible tarde de domingo, una buena compañía y una hoz bien afilada bastaban para garantizar el entretenimiento. El populacho siempre ha precisado de alternativas de ocio.
La persecución y caza de un rabino, un sodomita, un hereje, un extranjero o una bruja han sido motivo, desde antiguo, de entusiasmos multitudinarios, manifestados en público, con regocijo y entre alaridos y proclamas biliosas favorables al descuartizamiento ejemplarizante de la víctima. Desde que el mundo es mundo, el ser humano ha necesitado del prójimo para pasar el rato.
La soledad constriñe el ánimo y aturde el entendimiento. Una persona adulta ha de entablar relaciones con sus semejantes, establecer proyectos comunes con sus conciudadanos, sentirse partícipe de las ansias y ambiciones de su tiempo. Así lo entendieron los afanados berlineses que, concluida su jornada laboral, acudían por miles a la llamada del partido para extasiarse con las soflamas patrióticas de su Führer. Esto también lo supieron ver los entumecidos parisinos que, por estirar las piernas, se lanzaron a las calles para degollar aristócratas y deleitarse con el meritorio espectáculo del terrateniente guillotinado en la plaza. La gente siempre ha estado dispuesta a ocupar la vía pública para dedicar vítores a la comitiva del general sanguinario, honrar con respetuosos requiebros al tirano durante el paso de su cortejo fúnebre o solazarse con los apuros del verdugo durante la decapitación del villano.
La expansión de las ciencias y las artes, el perfeccionamiento de los sistemas económicos y los avances en el ámbito de la instrucción han contribuido a civilizar estas efusiones de las masas. Al menos entre las rentas altas y los segmentos de población más educados, el hedor de la sangre ya no excita, como antaño, estos éxtasis colectivos. Los honrados ciudadanos ya no abandonan sus casas para rebanar el pescuezo de algún desgraciado, comportamiento que, por lo general, se retribuye en nuestros días con reprobación y censura. En la actualidad, e influenciado por la ascendencia de las redes sociales y las comunidades cibernéticas, el común de las criaturas sólo abandona su postración domiciliaria si se le convoca para un “flashmob” a través de la red. Conocerán ustedes estas nuevas modas. Un “flashmob” es una acción multitudinaria en la que participa un grupo numeroso de personas que, llamadas para tal fin por Internet, se dan cita en un lugar preciso para ejecutar, de manera simultánea y concertada, una actividad concreta: un montón de gente se despoja de la ropa en un vagón de metro; decenas de viandantes se detienen en una plaza pública y, de improviso, ejecutan coordinadamente la coreografía de una canción de éxito; un número improbable de parejas se besan desaforadamente y al mismo tiempo en una estación de tren.
Hemos avanzado una enormidad, de eso no hay duda. Mientras en otras épocas las muchedumbres se reunían con el único propósito de abrir en canal a los miembros de la tribu vecina, nosotros, hijos de del progreso y la razón, poblamos los espacios públicos con un gentío cuyo fin primordial no es otro que quedarse en calzoncillos dentro de un vagón de metro.
Ya no somos bárbaros, no señor. Aunque uno nunca sabe qué es peor.

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