miércoles, 19 de mayo de 2010

Cuando me detengo a considerar la devastación moral que ocasionarán mis revelaciones, siento el pecho anudado por el espanto. Mi época me recordará como el albacea del secreto que, traicionando la palabra empeñada, confesó a sus contemporáneos la estafa de la cual habían sido víctimas. Soy un hombre acosado por el remordimiento y envilecido por el fraude.
Sólo unos pocos conocíamos el alcance de la farsa. Fuimos escogidos para este propósito en atención a nuestra capacidad de fabulación y a un espíritu inclinado a la discreción y el fingimiento. El destino o una sensibilidad proclive a dejarse lacerar por la culpa hicieron recaer sobre mí la pesada carga de liberar a mis coetáneos de la venda con la que la ignominia de un poder oculto y ominoso había cegado sus ojos.
Las palabras que habré de emplear para sacudir las almas de las gentes de su cándido sopor me resultan detestables, pues dan cuenta de una mentira odiosa, de una conspiración abominable. Cuatro palabras apenas que, sin embargo, serán para mí la encarnación de la redención, de la expiación de una culpa que durante años ha mortificado mi alma. Sólo cuatro palabras: la comarca no existe.
Corre el 21 de octubre de 1940. El escenario, una España desolada y ensangrentada por tres años de feroces combates fratricidas. Los vencedores, presididos por su Generalísimo, se reúnen en torno a una mesa. El ministro de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Suñer, toma la palabra para ponderar el estado calamitoso de un país debilitado por el esfuerzo bélico. Serrano Suñer reclama, como único camino posible, la conveniencia de fomentar relaciones amistosas con las potencias del Eje, alianza que, como contrapartida, obligaría a tomar distancia respecto de los Estados Unidos y el Reino Unido de la Gran Bretaña. El falangista hace ver a sus compañeros de gabinete lo que Gibraltar significa como puerta de infiltración de la influencia británica en el solar patrio. Con la intención de neutralizar esta amenaza, propone un plan audaz: la creación de una ficción administrativa que haga las veces de baluarte en tierra hispana frente a las acechanzas de la Pérfida Albión. “Hágase”, autoriza la voz meliflua y argentina del Generalísimo. Acaba de nacer el Campo de Gibraltar. (El mismo consejo de ministros aprueba secretamente, y por otras muy distintas razones, la creación de otra entelequia: la provincia de Cuenca). El régimen se ocupó durante décadas de conferir visos de realidad al nuevo ficticio territorio. Las estrategias empleadas fueron tan diversas como imaginativas. Músicos militares urdieron elegantes composiciones alusivas a la bizarría de los pretendidamente existentes municipios campogibraltareños, y así nacieron piezas inolvidables como “La novia del sol”, “Española y gaditana” y “¡Qué bonito es Castellar!”. Burócratas del Opus Dei difundieron la especie de que en esta Ínsula Barataria bautizada como Campo de Gibraltar se había levantado un portentoso complejo petroquímico concebido para procurar la prosperidad de una comarca que no era sino una fábula. El Ministerio de Educación y Ciencia falseó la filiación del celebérrimo guitarrista ampurdanés Paco de Lucía, a quien se hizo pasar por hijo nativo de Algeciras, la fantasiosa capital de un territorio imaginario...
La llegada de la democracia no cambió las cosas. La necesidad de salvaguardar los equilibrios políticos en una época convulsa obligó a mantener la ficción. Posteriormente, los dirigentes del PSOE en Alcalá de los Gazules juzgaron deseable sostener la conspiración para ocultar su preponderancia en la provincia.
Sépanlo. El Campo de Gibraltar no existe. Los índices de paro, la polución atmosférica y marina, la talla de los dirigentes políticos...¿o es que creían de verdad que algo así era posible?

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