jueves, 6 de mayo de 2010

Según sea la mirada, así es el mundo. La perspectiva que se adopte, el punto de vista, la distancia que media entre quien mira y lo observado determinan la apariencia de las cosas. Basta entornar los ojos para que la realidad empequeñezca, una lente de aumento es suficiente para transformar lo ridículo en heroico.
Sólo un ejemplo. Un caballero pasea orgulloso mientras aferra en su mano derecha la correa cuyo extremo opuesto ciñe el pescuezo de un gran danés de envidiable estampa, porte distinguido y pedigrí aristocrático. La descripción de la escena continúa con una referencia a la inquietud que de improviso asalta al animal, urgido por las inaplazables exigencias de un desorden gastrointestinal. El perro se detiene, y con él, su dueño, extiende lateralmente las patas traseras, tensa el abdomen, yergue las puntiagudas orejas y, con la distinción que sólo cabe esperar de los de su raza, defeca sin pudores en plena vía pública. El satisfecho propietario de tan extraordinario ejemplar sonríe ante la desinhibición de la bestia, extrae del bolsillo de la chaqueta unos guantes de látex y, emulando la pericia de un buscador de trufa blanca, toma con delicadeza la deposición, la envuelve en la satinada superficie de una bolsa de plástico y la abandona en la papelera más próxima.
Hemos sido testigos de un comportamiento cívico en extremo, de la conducta que distingue a este verdadero amante de los animales, a este afortunado amo de un hermoso gran danés. Pero si modifican la mirada, si aguzan la pupila, quizás lleguen a ver otra cosa. Una observación desprejuiciada de la escena hasta aquí relatada debería invitarnos a dudar de la preeminencia que, en el presente caso, concedemos al hombre sobre la bestia. Vemos al sereno caballero que camina despreocupado y al perro, disciplinado por la correa, y damos por sentada la superioridad del homínido sobre el cánido. Presumimos que el animal está sometido a la voluntad e inteligencia de la criatura que pertenece a la especie cuya evolución ha resultado más exitosa, supeditado por su condición de mascota a quien le proporciona techo, manutención y tónicos desparasitantes. Pero mire bien. Si esto fuera así, tal y como lo venimos contando, si el humano fuera realmente la criatura dominante en esta relación entre hombre y perro, entonces lo que cabría esperar es que fuese el animal el que recogiera las heces de su dueño, y no al revés.
Como cualquier espíritu medianamente perspicaz habrá podido advertir en esta edificante enseñanza que propone una nueva mirada sobre la vida en común de hombres y perros, todo depende del punto de vista que se adopte.
Del mismo modo que nos creemos dueños de nuestras mascotas, aceptamos a pies juntillas otra porción de verdades que pueden ser refutadas con tan sólo una mínima corrección de la mirada. Un modelo de sociedad ideado para garantizar el bienestar de la comunidad puede resultar, apenas bizqueando un poco, un sistema empeñado en la protección de los privilegiados, las grandes finanzas, las desmesuradas fortunas. Un parpadeo reiterado y frenético nos hará ver, quizás, que los parlamentos no están ocupados por quienes defienden nuestros intereses y encarnan nuestra voluntad. Unos potentes prismáticos sostenidos a la altura de los ojos puede que nos permitan verificar la exacta talla de nuestra civilización, la dimensión precisa del progreso, tanto mayor cuanto más inmensa es la desigualdad, cuanto más extendida está la pobreza, cuanto más sangrientas son las guerras que nunca estallan aquí.
Qué se puede esperar de unos sujetos que recolectan las heces de sus perros.

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