viernes, 30 de abril de 2010

No es el valor que le otorga su antigüedad, ni la riqueza de los arabescos labrados en la madera, ni la reciedumbre de su acabado. Los arcones me seducen porque me invitan a adivinar si su interior alberga capacidad suficiente para acoger el cadáver encogido de un varón adulto. Instinto morboso, una oscuridad del alma insondable, una perversión de los apetitos... Sea cual fuere la causa de esta inclinación mía, siempre me he mostrado partidario de que los establecimientos de venta de muebles incorporen en sus promociones el regalo de un cuerpo exangüe y quebrantado con la compra de un arcón.
Para tranquilidad del público lector, habré de confesar que mis fantasías jamás se han visto realizadas. Por muchos que hayan sido los arcones abiertos por mis manos, nunca me ha sido dado descubrir en el interior de uno de ellos a un fiambre violentado y sanguinolento. Por lo general, los arcones suelen ser honestas piezas de mobiliario que, todo lo más, guardan en sus entrañas mudas de felpa para las camas, insinuantes deshabillés de señora o viejos vestidos de novia que amarillean entre copos de alcanfor. La integridad moral de los arcones queda fuera de toda discusión.
Han sido las obras de ficción las que han introducido en mi mente esta porción de estrafalarias obsesiones. En las películas, despiadados asesinos sirven un “lunch” sobre el arcón que guarda el cadáver del amigo a quien, hace apenas media hora y entretanto llegaban los invitados, acaban de liquidar. Las novelas me han enseñado que las arcas preñadas de muertos se hunden en los lagos lastradas por gruesas planchas de plomo, o se sepultan en los jardines traseros de coquetos adosados radicados en tranquilas poblaciones de la campiña inglesa, o se pasaportan aherrojados entre cadenas en un buque mercante con destino a Shangai.
Al cabo, y pese a tanto dislate, en la vida real nuestros arcones rara vez dan cobijo a los restos de un desdichado víctima de un crimen atroz. Toallas, anticuados pantalones de cheviot, toquitas de macramé, fundas de raso para cojines festoneadas con lacitos de color rosa, unos pololos, faldas plisadas de tela escocesa con un imperdible prendido, saharianas que guardan en un bolsillo un paquete de cigarrillos Sombra enmohecidos y quebradizos, un guante huérfano de la mano izquierda y una trenca con colmillos de falso marfil. Pero ni rastro de cadáveres.
Nuestra existencia resultaría menos previsible y tediosa si los objetos cotidianos nos depararan de contino sorpresas como la del muerto de rostro ceniciento embutido en un arcón.
Todos seríamos mucho más felices si las puertas de las alacenas se abrieran a universos paralelos sin explorar o a países maravillosos por cuyos senderos corretean conejos parlantes apremiados por la impuntualidad. Todos andaríamos más esperanzados si desde el tambor de la lavadora, concluido el programa de centrifugado, se deslizara un hombre rana de la tripulación del “Calypso” extraviado mientras tomaba muestras de coral en un océano infestado de tiburones. Todos viviríamos más excitados si con sólo aplicar un ojo a la mirilla de la puerta pudiéramos vislumbrar la cumbre del Annapurna, o seguir a las caravanas de tuaregs camino de Tombuctú, o ser testigos de un duelo a muerte sobre la cubierta de un barco pirata. Pero tras las puertas de las alacenas no hay más que botes de conserva, nada más que ropa blanca con olor a lejía en las lavadoras, sólo el felpudo del vecino con la leyenda “Bienvenidos” al otro lado de la mirilla.
Y en los arcones no ha habido nunca cadáveres que animen a esclarecer el misterio del criminal infame buscado sin éxito por los obstinados agentes de Scotland Yard a lo largo y ancho de la Gran Bretaña.

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