Laureano Grijalbo Santamaría, a pesar de sus denodados esfuerzos por demorarlo, falleció cristianamente a la edad de 77 años. El funeral por el eterno descanso de este industrial del ramo del comercio se oficiará en la parroquia de San Judas Tadeo, calle Menéndez Pidal sin número. Su alma será encomendada a Dios Nuestro Señor en las oraciones de su esposa Adelina, sus hijos Rosauro y Filiberto, hermanos Julián y Consuelo, nietos, familia política y demás deudos, que descansarán gratificados por la certeza de que antes de partir Laureano recibió los santos sacramentos.
Dos esquelas más allá nos recibe doña Felisa Requena del Río, viuda de don Ramiro Centeno Comitre, coronel del ejército, ingeniero de armamento y construcción, para la que se ruega un padrenuestro con la benéfica intención de procurar reparación a su espíritu quebrantado, aunque en el presente caso nada se dice acerca de la administración de los santos óleos, una omisión que quizá obedezca a un inoportuno desliz del escribiente que tomó nota de la filiación de la difunta, pues sería muy de extrañar que la legítima de quien fue un gallardo hombre de armas no hubiese adoptado la prevención, aun in extremis, de reclamar a la Santa Madre Iglesia la puesta al día de sus obligaciones para con el Creador. Raro sería en ella, desde luego, celosa de sus cosas como era, y tan cumplida y puntual que a nadie le pasa por las mientes su ausencia esta tarde a las trece y cuarenta y cinco horas del entierro que ha de celebrarse en el camposanto del Arcángel San Gabriel, en el kilómetro 25 de la carretera a Moratalaz, una cita a la que acudirá sin retraso en un alarde de formalidad que sus hijos Elena y Juan, su hermano Vicente, sus nietos Francisco de Asís, Agustín y Vanesa, sobrinos y demás parientes sabrán apreciar en lo que vale.
Las páginas necrológicas del ABC recogen por extenso y al por menor la relación de los decesos de la jornada, los nombres impresos de los elegidos en letras capitales enmarcadas por luctuosas cenefas de un negro irreprochable. Los nombres se distribuyen conforme a un criterio azaroso, tan sólo en atención al espacio disponible y al tamaño de cada esquela, determinado por la liberalidad de la familia del fallecido y sus posibilidades presupuestarias. No hay mérito que determine el orden de los nombres su ubicación en el margen derecho superior de la página o junto al anuncio que da cuenta del Santísimo Triduo en honor a San Expedito que se ofrecerá el próximo lunes en la parroquia del Divino Redentor.
Nada que ver esta democracia de los nombres con la tiranía que preside las guías telefónicas, donde cada apellido se halla sometido a la disciplina del orden alfabético, tan impersonal como deshumanizadora, donde resulta improbable que un Laurencio Zambrano preceda a una Milagros Aguilar, y esa previsibilidad convierte al listín de teléfonos en una obra voluminosa, sí, pero monótona y huera, carente de alma. Las páginas necrológicas no hacen distingos entre difuntos, a quienes acoge en pie de igualdad, una hermandad de muertos recientes en la que lo mismo vale un Zamorano que un Álvarez.
El balance mensual de los pagos a la comunidad de propietarios es un ejemplo acabado de la mancilla de un nombre, una relación de apellidos y cifras que da aliento a la ominosa vergüenza que se precipita sobre el vecino del 5º B, quien adeuda las mensualidades de enero, febrero y marzo y todavía, a estas alturas, no ha satisfecho la parte alícuota que le corresponde por la derrama destinada a la instalación de la malla asfáltica de la terraza. No hay rastro aquí de la impecable equidad de las necrológicas.
Los nombres viven en los catálogos editoriales, en los libros de bautismo de las parroquias, en los índices onomásticos, en los catastros y en los registros civiles, en los créditos de las películas... Pero sólo en los obituarios de los periódicos, privados de los cuerpos a los que designaban, los nombres se sienten como en casa.
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