Tarcisio teme al fornicio bajo el capelo cardenalicio. Que todo es vicio, dice Tarcisio. Con el cilicio golpea Tarcisio al sodomita que ha practicado un orificio en los servicios por el que espía a los novicios. ¡Viva Tarcisio, por cuyo oficio no hay estropicios en la inocencia de los novicios!
Tarcisio Bertone es secretario de Estado del Vaticano y arzobispo de Génova y, según recientes manifestaciones públicas recogidas en distintos medios de comunicación de todo el mundo, cree que los homosexuales están naturalmente inclinados a la pedofilia.
Don Tarcisio estaba predestinado a erigirse en el protector de la infancia, asediada desde que el mundo es mundo por bujarrones e invertidos de toda laya y condición. Parecería que los padres de Don Tarcisio hubieran intuido en su pequeño un instinto singular que habría de empujarle a convertirse en adalid y baluarte de la edad pueril pues, de entre los muchos nombres que pone a disposición del creyente el santoral, vinieron a elegir para su vástago el de Tarcisio, a la sazón patrón de los monaguillos y de los Niños de Adoración Nocturna. Desde entonces, Don Tarcisio vino a convertirse en una suerte de Torrebruno en versión vaticana.
Piensa Don Tarcisio, y avala su parecer en documentados estudios psiquiátricos, que un homosexual, cegado por su perversión, no sabrá distinguir entre un marino mercante filipino y un niño de San Ildefonso si de lo que se trata es de satisfacer sus lúbricas y abyectas pasiones. Don Tarcisio es célibe, aunque no por ello ajeno a las doctrinas morales que educan en el destino y usufructo que las criaturas de Dios hacen de sus propios orificios. En lo tocante a la fornicación y a los diversos métodos existentes para que su práctica resulte solemnemente aburrida, Don Tarcisio es toda una eminencia.
Don Tarcisio ha sido criticado con ferocidad intolerable, todo hay que decirlo, por su franqueza y erudición, invectivas a las que el secretario de Estado vaticano no ha querido responder en un ejercicio de santa discreción y serena aceptación. Ha sido víctima Don Tarcisio de injurias atrabiliarias e insultos incalificables pero, una cosa por otra, el debate también ha planteado a la consideración pública edificantes preguntas relacionadas con las consecuencias que, desde un punto de vista intelectual y cristiano, comportan las reflexiones del señor arzobispo.
Pues si, como ha venido a sostener Don Tarcisio, el homosexual sucumbe de manera inevitable al hábito abominable que le conduce a someter los cándidos cuerpos infantiles a sus procaces y repugnantes inclinaciones, ¿cómo juzgar tales depravados actos si quien los comete es un sacerdote? ¿En tales casos resultará preferible, por benéfico para el buen nombre de la Santa Madre Iglesia, guardar silencio? Y, yendo más allá, ¿será posible reputar de homosexual a aquél que profesó voto de castidad? ¿Y qué ocurriría si, aun a riesgo de contradecir a Don Tarcisio, y ante la proliferación de casos registrados en los últimos años, alguien llegase a afirmar que todo sacerdote está naturalmente inclinado a la pedofilia? ¿Predicar tal cosa de los clérigos resulta ofensivo pero hacerlo de los homosexuales ha de aceptarse como una opinión que no ha de levantar escándalo, ni indignación, que no ha de ser tomada como un insulto por los millones de homosexuales honestos y pacíficos que jamás le han puesto la mano encima a un niño?
Si San Tarcisio, santo patrón de los monaguillos, levantara la cabeza no tendría tiempo para decir gran cosa, tan requerido como está en los últimos tiempos por sus protegidos en Alemania, Irlanda, Estados Unidos...
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