domingo, 11 de abril de 2010

El cohecho, el blanqueo de capitales, la prevaricación, el soborno, el fraude al fisco, la estafa, el alzamiento de bienes, el chantaje, la malversación de caudales públicos, la falsedad documental y, en general, el latrocinio en sus muy distintas manifestaciones son obras de la inteligencia que exigen disciplina, determinación y, por encima de todas las cosas, un derroche de energía que no es dado encontrar en otras actividades más escrupulosas con la observancia del ordenamiento legal. 
Existe un prejuicio muy extendido según el cual quien se enriquece de manera ilícita disfruta de una vida regalada y muelle que no se halla al alcance de aquéllos que fichan puntuales en su puesto de trabajo para tener con qué pagar la factura del gas.
Es un lugar común que el corrupto ha de ser, sin que pueda hacerse nada por evitarlo, un zángano, un ser fundamentalmente ocioso, un gandul redomado, un tipo desganado y perezoso a quien el incremento de su patrimonio le viene otorgado, exclusivamente, por un particular talento para el escamoteo de lo ajeno y una actitud proclive al descaro y la desvergüenza. Sólo una sociedad que hace tiempo dejó de valorar el esfuerzo como instrumento de perfeccionamiento de la comunidad puede sostener una opinión tan torcida de quienes son, y en esto me parece que no han de caber dudas, sus más laboriosos hijos. Los ladrones son gente industriosa.
La maledicencia de algunos ha querido hurtar el mérito de aquéllos que, interpretando de manera cabal las enseñanzas del liberalismo y sus prédicas sobre el afán de superación del individuo, han conseguido hacerse a sí mismos partiendo desde los más humildes orígenes. El saqueo de las arcas públicas requiere de una abnegación a la que es extraño quien no nació dotado de un talante natural para el latrocinio. El corrupto dedica todas sus horas, con disciplina monástica, a trabar relaciones ventajosas, a idear complejas tramas de empresas interpuestas cuya rentabilidad ha de permanecer oculta al conocimiento público, a emprender agotadores viajes por los predios de Andorra, Suiza, Gibraltar, las Islas Caimán y otras tierras igualmente pintorescas, a visitar los establecimientos comerciales donde adquirirá los artículos con los que agasajará a sus socios más venales, y, en general, a procurarse para sí y los suyos un lugar en el mundo. Es comprensible que, tras rubricar su amor paternal con un beso en las calvas infantiles, el corrupto se abandone derrengado en el sofá nada más llegar a casa. Trincar la pasta ajena resulta ser un ejercicio extenuante.
La laboriosidad de estas criaturas nunca ha sido lo suficientemente ponderada, oscurecida como lo ha estado por esa pacata mala fama que tiene el robo. Todo el mundo se detiene en los aspectos más vulgares de la defraudación pero nadie repara en la grandeza que embosca la rapacidad de estos caballeros, cifrada en el más absoluto de los sacrificios, una empresa denodada que vampiriza energías y agosta las fuerzas de quien de una manera resuelta ha decidido hacerse millonario sin parar en miramientos. Afanar lo que no es de uno cansa, de ahí los rostros consumidos y cerúleos de gentes tan entregadas a la causa como los señores Matas, Correa o Bárcenas, modelos todos ellos de lo que el libre mercado ofrece a quienes estén dispuestos a trabajar duro para sacar cumplido rendimiento a ese dinero que de manera inane e improductiva se acumula en las arcas de las instituciones públicas.
Uno ve a estos caballeros cruzar el umbral de los palacios de justicia para prestar declaración ante el juez y siente un deseo irrefrenable de recomendarles un reconstituyente y una reparadora siesta para reponer fuerzas. Y luego dicen que el delito estimula la desidia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario