HISTORIA DEL OCIO
La historia del ocio encuentra su momento fundacional aquel infausto día en el que un hombre neandertal fue empitonado por un bisonte ante la estupefacta mirada de sus compañeros de caza. El neandertal era un sujeto aburrido. Sin conciertos de la Pantoja, sin oferta de TDT y sin edición matutina del diario Marca, aquellas pobres criaturas se hallaban condenadas sin solución al tedio y al sopor. No resulta de extrañar, pues, que, ante la contemplación del colega corneado, algún recoveco oscuro de sus brutales naturalezas se alumbrara repentinamente y todos, al unísono y con desenfado, comenzaran a reír a mandíbula batiente la suerte del desdichado cazador. “La cosa tiene su gracia”, se confiaban los unos a los otros en su primitivo lenguaje, mientras se desternillaban sin decoro alguno.
Un congénere apurado constituye el fundamento esencial de todo espectáculo de masas que se precie. Históricamente, nunca hemos podido sustraernos a la fascinación que procura la contemplación de un prójimo que las pasa canutas. En esto, precisamente en esto, radica la esencia de la industria del entretenimiento.
Las fuentes que revelan la relación entre el padecimiento ajeno y los distintos pasatiempos que el ser humano ha ideado para su esparcimiento y solaz son abundantísimas. El Nuevo Testamento, por ejemplo, describe cumplidamente el entusiasmo con el que grupos de desocupados barbudos, convocados por la autoridad del rabino, se despedían de sus madres para acudir a la lapidación de las adúlteras. “Por lo menos están entretenidos, y no andan por ahí subiéndose a las palmeras o robando dátiles en el mercado”, se consolaban las abnegadas madres.
Los autos de fe en España compartían idéntico presupuesto y estimulaban similar entusiasmo entre la canalla, preparada para bombardear al hereje con excrementos y verdura podrida antes de verle consumirse como un cirio en la pira purificadora.
Los ingleses también han sido gentes de descollante talento en lo que concierne a la organización de espectáculos dirigidos a grandes audiencias. En los tiempos en los que las calles de Londres eran perfumadas por las aguas pútridas, la descomposición de los cadáveres del ganado y los orines de la población, las autoridades levantaban colosales cadalsos en el centro de las grandes plazas. La multitud se arremolinaba al paso del condenado, flanqueado por la reconfortante presencia del verdugo, encapuchado y con el hacha en ristre. El populacho consumía cantidades ingentes de cerveza, roía nabos cocidos como quien mordisquea una selecta golosina, proponía apuestas para determinar hacia qué lado rodaría la cabeza, lanzaba invectivas irreproducibles contra el verdugo que, en el acto de la decapitación, daba la espalda al respetable impidiéndole, de este modo, comprobar cómo la hoja quebraba las vértebras cervicales del reo. La gente lo pasaba francamente bien.
Todo esto nos conduce a una reflexión que se nos antoja ineludible. Si en otros tiempos más bárbaros y atroces las gentes ordinarias encontraban numerosas ocasiones para su esparcimiento y distensión, ¿cómo resulta posible que en los albores del siglo XXI, con el desarrollo de las tecnologías de la información, el advenimiento de la deconstrucción en la cocina y la publicación semanal del “¡Hola!”, los fines de semana en Algeciras sigan siendo tan terriblemente aburridos? En la convicción de que no cabe posibilidad alguna de que un bisonte embista a nuestro vecino del quinto, nos vemos impelidos a proponer alternativas a las autoridades municipales. Bastará con instalar un patíbulo en la Plaza Alta, con su soga y su contrapeso y su trampilla para los pies, y convocar al buen pueblo algecireño a una ejecución en día de domingo, a la salida de misa, que es cuando el sol luce más alto y mejor ilumina. Todo bajo el patrocinio de la Autoridad Portuaria, la refinería de Cepsa y Radio Algeciras de la Cadena Ser. Lo vamos a pasar estupendamente.
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