jueves, 4 de marzo de 2010

SOMOS GENTE MALA
Los seres humanos somos una manga de hijos de mala madre. Parece existir un acuerdo general acerca del pernicioso influjo que las grandes catástrofes ejercen sobre la moralidad de la gente. Un terremoto brutal, pavoroso, siega la vida de miles de personas, y para cuando todo ha cesado, apenas unas horas más tarde, ya tenemos en la calle a hordas de saqueadores entregadas al pillaje y al vandalismo.
Un país pacífico hasta no hace mucho se ve arrastrado a un enfrentamiento armado entre civiles, un estallido de violencia que nos permitirá ser testigos de cómo el amable carnicero del barrio, cuya educación era ensalzada por todos sus clientes, se entretiene en rebanar el pescuezo de sus vecinos con la pericia que proporcionan tantos años de dedicación al despiece de espinazos de cerdo y al cuarteado de menudillos de ternera.
Basta con rascar apenas en la pátina de civilización que nos cubre para comprobar qué clase de tipos somos realmente.
Para que estas cosas sucedan, para que nos sorprendan en paños menores y sin el disfraz con el que encubrimos nuestra auténtica naturaleza, no resulta estrictamente necesario que se desate una calamidad sísmica o se declaren guerras sangrientas. La experiencia cotidiana, el día a día, nuestras vidas predecibles y monótonas también ofrecen cumplidos ejemplos de tales transformaciones. A poco que arañemos el esmalte que nos da brillo, descubrimos cómo nos las gastamos en realidad.
Este ser perverso que cada humano cobija se muestra a cada paso. Patear a un gato famélico, rayar con una llave la flamante carrocería del deportivo recién comprado por la ex esposa, desprestigiar la reputación del cuñado en las celebraciones familiares, acosar a un subalterno inexperto en el trabajo, asesorar a un pensionista para que invierta los ahorros de toda su vida en Fórum Filatélico y en Afinsa. Éstas son algunas de las conductas que revelan nuestra idiosincrasia salvaje.
Pecadores los encontramos en todas partes. Los hay entre los encorbatados cofrades de la Hermandad Sacramental del Santo Entierro de Nuestro Señor Jesucristo, Triunfo de la Santa Cruz y María Santísima del Perpetuo Socorro y entre los compromisarios del XIX Congreso del Partido Comunista de España. Hurgamos un poco y no tardamos en encontrar entre los primeros a decenas de pequeños torquemadas, y a un buen puñado de entusiastas stalins entre los segundos.
No es que no haga esfuerzos por recobrar la fe en la especie. Los hago. Quiero persuadirme de que por cada Karadzic hay, en algún lugar, una madre Teresa de Calcuta, un Mahatma Gandhi por cada Hitler. Trato de convencerme de que el universo está regulado por un principio compensador, por una inteligencia suprema que garantiza el equilibrio primordial entre la luz y la sombra, entre la malignidad y el desprendimiento generoso, entre el odio y el amor. Y me digo que ha de ser así, que el ser humano es una criatura hermosa y munificente, y cuando estoy por creerlo, cuando estoy dispuesto a conceder que la empresa civilizadora de nuestra especie ha culminado con un éxito clamoroso, va y llega un portavoz de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales y propone un contrato de trabajo para jóvenes con un sueldo cuya cuantía no alcanza la del salario mínimo interprofesional, sin cotizaciones empresariales, sin derecho a indemnización y sin posibilidad de percibir prestaciones por desempleo a su terminación.
Y es que te hacen ser malo aunque no quieras.

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