martes, 23 de febrero de 2010

UN IDIOTA INDIGNADO
Si alguien más instruido no da un paso al frente para contradecirnos, nos creeremos legitimados para aventurar que el faraón Tutankamón falleció hace algún tiempo. No se apure, podemos ser más precisos. Un mayor detalle en la data de la muerte nos permite confirmar, en una aproximación más exacta y verosímil, que el óbito se produjo, mes arriba, mes abajo, hace aproximadamente un montón de años. Pero no se trata aquí de abrumar al lector con un aluvión de datos. Lo realmente relevante para el propósito que nos ocupa es dejar establecido que el señor Tutankamón, efectivamente, ha pasado a mejor vida. Los exámenes de ADN practicados al cadáver por un equipo de científicos egipcios, cuyos resultados han sido recogidos en la publicación Journal of the American Medical Association, parecen indicar, más allá de la duda razonable, que el faraón no se encuentra ya entre nosotros. Resulta ocioso subrayarlo, pero cualquier médico sabe que una autopsia dice mucho del estado de salud de una persona. La de Tutankamón nos revela que el joven faraón se encuentra en la actualidad bastante desmejorado.
Llegados a este punto, y en aras a la claridad y rigor que toda reflexión dada a la letra impresa exige, habremos de convenir, si es que hemos logrado orillar cualquier oposición a este respecto, que Tutankamón no se cuenta ya entre los vivos. En la prevención de que algún lector retardado pudiera plantear todavía alguna objeción a nuestras tesis, una nueva información vendrá a iluminar los debates. Este dato esclarecedor procede de las investigaciones emprendidas por los especialistas más arriba mencionados. Pues resulta, y con ello creo que conseguiremos persuadir de una vez por todas a los escépticos, que la moderna ciencia forense y los avances en el terreno de la bioquímica han permitido conocer la causa de la muerte del faraón. Tutankamón murió a causa del paludismo.
Dado ya por muerto a Tutankamón, que iba siendo hora, no nos queda sino abordar derechamente y sin prejuicios el asunto que constituye la verdadera razón de este escrito, y que no es otro que la impericia de nuestra clase médica para la tarea de describir la causa de nuestras enfermedades. ¿Cómo resulta posible que un caballero ya difunto, a quienes los estudiosos de su época no hurtan títulos ni méritos, haya debido aguardar más de 3.000 años para obtener de los médicos un diagnóstico fiable sobre el origen de sus padecimientos? ¿Quién duda de que el señor Tutankamón habría adoptado las adecuadas medidas precautorias y profilácticas de haber conocido en vida la etiología de su mal? ¿Podría, incluso, el difunto faraón haber superado su dolencia con un tratamiento terapéutico capaz de combatir la infección y, con ello, gozar aun hoy día de un excelente estado de salud? ¿Qué suerte habría corrido el señor Tutankamón si los facultativos responsables hubiesen mostrado una mayor diligencia? Hoy, desgraciadamente, es demasiado tarde para dar respuesta a estos interrogantes.
Más de 3.000 años esperando. Se dice pronto.
Los científicos egipcios presentan hoy sus conclusiones como un hallazgo encomiable. Pero ello no puede encubrir, y nosotros no seremos cómplices de este fraude, la manifiesta negligencia de la profesión médica. Si se hubiera informado a tiempo al paciente, haría centurias que conoceríamos la patología que le aquejaba y las revelaciones contenidas en la Journal of American Medical Association no resultarían de interés para nadie. Y, lo que es más importante, el señor Tutankamón podría jactarse hoy de haber disfrutado de una vida longeva y saludable.
Es hora de que el Colegio de Médicos en Cádiz ofrezca una explicación.

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