viernes, 12 de febrero de 2010

SU VIDA HASTA ENTONCES
Quiso recordar toda su vida, pero no de cualquier modo. Hasta aquel instante le había bastado con la remembranza de las mataduras que azuleaban sus rodillas infantiles, del beso modelado contra otros labios en la penumbra de un portal mancillado de orines, del olor a fritos y serrín de los bares de su juventud. No era suficiente. Ansiaba algo más, un recuerdo cabal y pormenorizado de su existencia, una hazaña de la memoria forjada con el solo propósito de reconstruir semana a semana, día a día, minuto a minuto, su vida hasta entonces.
Ultimó preparativos, aventuró cálculos, apresó momentos a los que quiso etiquetar con una fecha. Pero no pudo. Un afán como el que pretendía le habría obligado a dedicar media centuria, justo el tiempo que hasta allí había vivido, a la titánica tarea de construirse una memoria exhaustiva y detallada. Nadie puede recordar toda su vida, cada pormenor.
Cayó entonces en el delirio de creer en dos vidas, la vida recordada –recuperada a retazos, sintética, accesible- y la vida olvidada, sin registros, ajena por extraviada. Fuimos tantas cosas que hemos olvidado, se persuadió. Emprendió la odisea de buscar a aquél que, siendo él mismo, no recordaba en absoluto. Tal vez todas estas lagunas de la memoria escondían proezas, pasiones, sacrificios, tragedias desaforadas, fortunas inexplicables, lances de honor sangrientos, afectos extinguidos, el terciopelo de una carne, una idea, la providencia generosa o mezquina, un ave desconocida que canta, un crimen horribilísimo, una mirada de odio, un deseo frustrado, un viaje hasta el corazón del África, un fraude fiscal, la mordedura ponzoñosa de un reptil, el roce de unos labios, un camino de piedras blancas, un bosque calcinado, un abrigo nuevo de chevió, un puñado de monedas desperdigadas en un cajón, un amor que se reía como un verso precipitado, un naufragio frente a las costas de un país sin nombre -aferrado al cadáver que flota sobre un mar iracundo y al que debe la vida-, un rabo de lagartija, seccionado junto a las tapias del colegio, que se burla de Dios entre convulsiones… Pero no guardaba recuerdo alguno de estas cosas.
Quiso recordar toda su vida, pero no de cualquier modo. Y se convenció de poder hacerlo. Pensó que tal vez se tratara, tan sólo, de abstenerse de todo deseo, de toda voluntad. Reconstruiría su vida como un orfebre que engasta cristales diminutos en una pieza de oro, segundo a segundo, parsimoniosamente, como exige la descabellada idea de dedicar a la tarea el mismo tiempo de vida que se ha vivido. Terminar a los cien con el mosaico de una vida que comenzó a evocarse a los cincuenta. Confió en el prodigio de una existencia suspendida mientras se recuerda, fio el éxito de aquella prestidigitación a la anestesia de la memoria, como un mago que se entierra durante días en una fosa lóbrega y húmeda sin aire ni alimentos…Tal vez, siguió confiando, la vida nos conceda cincuenta años más para recuperar el recuerdo de nuestra existencia de cincuenta años y, ya cumplido el siglo, otros cien para evocar esta aventura centenaria, mitad vida, mitad recuerdo de vida, y, bicentenarios, comenzar de nuevo desde el principio, pero ahora con la certeza de que disponemos del tiempo necesario para inventariar, sin que la muerte estorbe, cada segundo de esta existencia desmedida.
Quizás entonces, pensó, le sería devuelta la memoria nítida de los crímenes, las tragedias, los afectos, la boca que le amaba entre risas y versos urgentes, el cielo tormentoso y terrible bajo el que se hundió su barco frente a las costas de un país cuyo nombre ignoraba, el rabo de lagartija que reta a Dios entre espasmos…Pero hasta hoy, nada de esto recuerda.

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