LOS INCONFORMISTAS
El inconformismo no es una actitud necesariamente encomiable. De hecho, no son pocos los inconformistas de los que resulta conveniente precaverse. Un inconformista puede despertar una mañana severamente contrariado por la marcha del mundo, fundar en el desayuno un partido, ordenar la invasión de Polonia con el almuerzo y enfundarse las pantuflas a la hora de la cena con un plan detallado para el exterminio de millones de seres humanos. Los inconformistas, como los entusiastas, han de ser sometidos a estrecha vigilancia.
Nadie puede negar que en los últimos tiempos España viene siendo azotada por una corriente de inconformismo que, si se fían ustedes de mi intuición, deberíamos recibir con un talante expectante y receloso. Hay gente que, sencillamente, no está conforme y expresa su malestar sin tapujos, a las bravas y en la certeza de que la sensatez y el sentido común no son sino prejuicios de los que resulta necesario desembarazarse. Son esa clase de sujetos que consideran que hacer uso de los dedos para comer pollo en salsa, lejos de constituir un comportamiento indecoroso, evidencia un carácter campechano ejemplo de llaneza y sencillez. Lo mismo que eructan excitados por las salsas especiadas, lanzan regüeldos con los que celebrar la primera cosa que se les pasa por la cabeza.
Nuestros entusiastas amigos ocupan las tertulias de las televisiones, las columnas de los diarios y los programas de radio con la disposición de quien accede al púlpito para amonestar a la feligresía. Quizás sea casual, pero, para subrayar la independencia de su genio y la rebeldía de su entendimiento, la mayor parte de ellos advierten, apenas han abierto la boca, de que sus opiniones y críticas contravienen a menudo lo que se viene entendiendo como políticamente correcto. (A quien inventó esa cursilería de lo políticamente correcto deberían atarlo por los pies de una viga agujereada por las termitas. Y al que no hace más que decir que sus ideas son políticamente incorrectas habría que colgarlo justo al lado del otro).
La cantinela de lo políticamente correcto suele ser la antesala bien de una barbaridad, bien de una solemne estupidez. Los más brutos y los más tontos están persuadidos de que las bestialidades y las sandeces que su mente alumbra son muestras de desinhibición dignas de ser aplaudidas por originales y atinadas. En todo caso, sus exabruptos son fáciles de predecir. Siempre que se disponen a lanzar al mundo alguna de sus abominaciones tienen la delicadeza de advertir al respetable de que lo que a continuación escucharán entra dentro de la categoría de lo políticamente incorrecto.
Estos incorregibles muchachos pululan con preferencia por los programas de esas emisoras de televisión que nadie vería de no haber sido por el advenimiento de la TDT. También los hay en según qué tipo de periódicos, pero para apreciar sus alcances y la gracia de sus dones intelectuales resulta de todo punto recomendable recurrir a la televisión. Estos inconformistas, estos contradictores de la corrección política, son de ese tipo de mentes privilegiadas capaces de esgrimir sesudos estudios científicos según los cuales, y esto lo defienden ardorosamente, se demuestra que, con el instrumental adecuado, el gen de la homosexualidad puede aislarse en el laboratorio. Y si no es esto, dedican sus filípicas a desvelar intrincadas conspiraciones contra el ser de España, la familia o el misterio de la Santísima Trinidad.
Lo inquietante no reside siquiera en sus prédicas, a las que uno, a fuerza de resignación, acaba acostumbrándose. Lo que aturde e intranquiliza es la ligereza y la naturalidad con las que se conducen quienes son capaces de mantener en público y sin rubores las mayores atrocidades, el hábito que hemos adquirido de escuchar tales cosas sin escandalizarnos ni poner el grito en el cielo, lo fácil que hoy día resulta sostener cualquier dislate peligroso sin que nadie venga a ponernos en nuestro sitio.
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