
Un criminal sediento de sangre, desprovisto de clemencia y carente de escrúpulos será tanto más vituperado cuanto más arrepentimiento exprese. Sin embargo, si se conduce con serenidad ante la audiencia, extrema los cuidados para lucir telegénico y detalla sus abominables hazañas ante el micrófono con todo lujo de detalles, jactándose, incluso, de la pericia de su arte, el mundo le tendrá por un ser terrible pero, desde luego, mucho menos peligroso que quien, tras pitar un fuera de juego inexistente, reconoce que se equivocó.
El error goza de una pésima reputación en estos tiempos que corren. Todo el mundo está dispuesto a aceptar que hasta el más pulcro echa un borrón, por supuesto. Pero una cosa es meter la pata y otra muy distinta hacerse responsable de las consecuencias, así, de viva voz, ante todo quisque y sin ningún tipo de pudicia.
Los japoneses idearon la institución del “seppuku” para este tipo de situaciones. Quien se equivoca no tiene más que asestarse un catanazo en plena tripa, y aquí paz y después gloria. Los hijos del Imperio del Sol Naciente ven en esta ceremonia un acto de expiación de la culpa, la reparación de una falta que cubre de vergüenza a quien incurrió en ella. Los españoles nos sentiríamos sin duda seducidos ante la idea de importar tan expeditivo método para la corrección de errores, sobre todo si el del espadazo en la panza es el otro. Pero nosotros disponemos de un procedimiento menos cruento y que, sin ocasionar ni tan siquiera una mala gastritis, deja intactos el porte pinturero y la gallardía del que recurre a él. Nosotros, en lugar de aviarnos un sablazo, preferimos replicar, sosegados y firmes: “¿Yo? Yo no he sido”.
La frente altiva, el gesto adusto y en la mirada una determinación fría e inconmovible. No hay nada como mantener en andas la autoestima. Podrá ser usted un idiota, pero dé por sentado que sus contemporáneos le tendrán por un ser humano que sabe respetarse a sí mismo. El mundo está repleto de imbéciles que se manejan por la vida convencidos de que sus madres alumbraron a un dechado de virtudes. Para su fortuna, las madres, de quienes siempre se ha dicho que son las personas que mejor nos conocen, suelen guardar un discreto silencio acerca de estas cuestiones.
Esta confianza que nos profesamos a nosotros mismos es el origen de una porción no pequeña de calamidades y catástrofes. No son pocas las empresas que se han ido al garete conducidas por la templanza de un hombre seguro de sus capacidades; los ministerios que han hundido la economía de un país por la obstinación de su titular en hacer valer su criterio; las excursiones de turistas españoles en Egipto atrapadas en las garras de un grupo terrorista de inspiración salafista gracias a un auxiliar de banca natural de Torrelodones que insistía, persuadido de su superioridad moral y en contra de la opinión mayoritaria del resto de excursionistas, que a la pirámide de Keops se llegaba por aquel sendero. “Sí, sí, es por aquí, seguro”.
No pretendo encontrarme en posesión de la verdad, y estaría encantado de oír cuantos argumentos y precisiones quieran ustedes plantear para contradecir mis tesis, en la seguridad de que, tratándose de gente de tan elevado entendimiento, el contraste de pareceres resultará necesariamente beneficioso para ambas partes. Y si del debate resulta que yo estaba equivocado tanto va a dar, porque yo no pienso reconocerlo.
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