sábado, 16 de enero de 2010

EL DESCABELLO DE JULIO CÉSAR
La universalización de la instrucción primaria y la venta en formatos populares de manuales de urbanidad y buenos modales en la mesa han traído consigo la domesticación de las costumbres. El empleo de métodos expeditivos para la resolución de los conflictos ha caracterizado, desde la noche de los tiempos, las relaciones entre los humanos. El cavernícola que disputaba con el compañero de tribu las atenciones sexuales de la hembra resolvía la controversia con un certero golpe de cachiporra en el occipucio del adversario. Este mecanismo de regulación de la vida comunitaria se antojará bestial para los refinados ciudadanos de la Unión Europea pero, al menos en términos de economía de tiempo y esfuerzos, resultaba extraordinariamente eficiente. Un mamporro decidía en un pis-pas cuál de los contendientes accedía al derecho a la coyunda. No era necesario invertir horas y dinero en la contratación de los servicios de un terapeuta de familia, un orientador sexual, un psiquiatra especializado en la reconducción de la agresividad, un florista avezado en la confección de coloristas ramos con los que agasajar a la dama, un abogado experto en derecho matrimonial, un detective privado de prestigio capaz de documentar infidelidades y un barman paciente que siga escuchando nuestras imprecaciones contra la adúltera, aun después de haber trasegado el decimocuarto whisky. Hubo un tiempo en que la vida era más sencilla.

La pérdida de pelo, la adquisición del lenguaje articulado y la expansión del sistema de producción agrícola no modificaron las cosas sustancialmente en años posteriores. Pese al desarrollo de las ciencias, la literatura, las obras de ingeniería y la escultura, los patricios romanos continuaron resolviendo sus diferencias a través de sangrientas conspiraciones. Los anales históricos han dejado testimonio de cómo muchos próceres de la vieja Roma fallecieron de un preciso descabello aplicado con pericia belmontina en la región cervical.
Pueden espigarse otros muchos ejemplos de esta actitud desinhibida con la que nuestros antepasados afrontaban su vida social. Catalina de Médici resolvía cualquier contratiempo con la receta de suculentos cocktails aderezados con el femenino toque que a sus preparados conferían unas gotitas de los más ponzoñosos tóxicos. Más allá, los logros alcanzados por la Ilustración no fueron óbice para que las masas enardecidas por las promesas de la Revolución Francesa rebanaran el pescuezo de los aristócratas, advertidas como estaban de que, con el paso de los años y de no adoptar medidas drásticas de inmediato, los descendientes de María Antonieta acabarían alimentando los contenidos de los programas del corazón en la sobremesa.
No creo que puedan esgrimirse argumentos más incontestables. Aquellos buenos brutos que fueron nuestros antepasados defendían sus ambiciones con llaneza y sin doblez. No se pretende aquí urdir una apología de métodos como el acuchillamiento, el envenenamiento o el degüello ni se tiene intención de argüir que tales recursos constituyen un modo aceptable de ordenar la vida social de los seres humanos. Las acciones encaminadas a procurar la efusión de la sangre del prójimo han de repudiarse como una conducta abyecta que no merece sino vituperio y execración. Pero lo que no ha de negarse es que la brutalidad e iniquidad de aquellos tiempos eran expresión de una franqueza y determinación que entraron en decadencia con la difusión de las normas de etiqueta y educación.
Ricardo III, consumado asesino cuyos numerosos crímenes le ayudaron a desbrozar el camino hacia el trono, no habría cuchicheado al oído del jefe o del subdelegado del gobierno que aquél otro, que también aspira a la jefatura del departamento o al número cinco en la lista electoral, le ha estado poniendo verde a sus espaldas. Y es que cada tiempo tiene su moral.

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