viernes, 4 de diciembre de 2009

MI ATEROMATOSIS FEMOROPOPLÍTEA
Usted sabrá entender que me reserve la exclusiva propiedad de mi pierna izquierda. Mi caudal hereditario es escaso, mis propiedades, pocas. Observo una vida sobria, de costumbres frugales. Comprenderá que no es prurito de avaro ni capricho de nuevo rico. Tengo mis razones para reclamar el derecho que me asiste a seguir conservando la titularidad de mi pierna izquierda. No estoy en condiciones de dilapidar mis bienes.
Podrá juzgárseme por extravagante, reprochárseme la frivolidad de preferir uno de los miembros inferiores a otros miembros y órganos de mayor pedigrí. Al fin y al cabo, un conjunto poco lucido de huesos, músculos, nervios, arterias y tendones palidece si se le compara, pongamos por caso, con uno de esos magníficos ejemplares de hígado que pueden encontrarse en cualquier autopsia. Un hígado tiene asignada una responsabilidad en el equilibrio sistémico del organismo que, ni de lejos, podría confiarse a una vulgar pierna. Todo esto lo sé, pero habré de aducir en mi defensa que, al tiempo de escribir estas líneas, mi hígado goza de un inmejorable estado de salud. Para mi infortunio, no puedo decir lo mismo de mi pierna izquierda. Los hijos más sufridos son los hijos más queridos. De ahí mi insistencia en sostener mis derechos patrimoniales sobre esta desdichada pierna izquierda mía.
Según los últimos exámenes médicos a los que he sido sometido, mi querida pierna izquierda está aquejada de un proceso de ateromatosis femoropoplítea calcificada, lo cual me ha sumido en el consecuente estado de conmoción que usted puede imaginar. Llámenme irresponsable, pero nunca jamás a lo largo de mi dilatada existencia se me ocurrió tomar precauciones ante la posibilidad de caer en las garras de una ateromatosis femoropoplítea calcificada. He de confesar, y de ello hoy me culpo aquí, que siempre viví ajeno a las ateromatosis femoropoplíteas calcificadas. Ahora que he alcanzado la edad madura, no me cabe duda de que fue la natural inconsciencia de la juventud la que me hizo cerrar los ojos no sólo a mis propias ateromatosis femoropoplíteas calcificadas sino también, y esto es lo que más me pesa, a las ateromatosis femoropoplíteas calcificadas de mis contemporáneos. Mea culpa.
Llegados a este punto, he de advertir de que mi ateromatosis femoropoplítea calcificada ha hecho germinar en mí un instinto pervertido que quiere ver en mi mal la oportunidad de distinguirme sobre mis coetáneos. Sea por lo que sea, la ciencia médica ha elegido para mi padecimiento un nombre musical y evocador, el cual, a lo que me parece, adquiere con cada repetición un bouquet de sofisticación y glamour que ni tan siquiera usted podrá negar. Según mi discreto criterio, una ateromatosis femoropoplítea calcificada procura a quien la padece un aura aristocrática que no confieren, ni de lejos, un linfogranuloma venéreo, una hipertrigliceridemia o un divertículo de Meckel. Yo, a estas alturas, no cambio mi ateromatosis femoropoplítea calcificada por el Ducado de Peñaranda.
“¿Padece usted alguna dolencia digna de ser referida?”
“Oh, sí, por supuesto. Soy víctima de una ateromatosis femoropoplítea calcificada”
Además, pudiera suceder que mi ateromatosis femoropoplítea calcificada cursara con alguna peculiaridad distintiva por la cual mi cuadro etiológico y sintomático resultara merecedor de ser identificado con un nombre propio y exclusivo. Una rareza registrada por la literatura médica.
“¿Su Santidad padece de alguna dolencia digna de ser referida?”
“Oh, sí, por supuesto. Soy víctima del Síndrome de Anselmo-Caballero”, respondería el Santo Padre al inquisitivo galeno.
La gloria te alcanza cuando menos lo esperas.

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