viernes, 27 de noviembre de 2009

NABUCO EN EL CORTE INGLÉS
Nabucodonosor II, pudiera ser que molesto con sus progenitores por la elección del nombre de pila que habría de acompañarle toda la vida, arrasó el Templo de Jerusalén en el 586 a. C. “Llamadme Kevin”, dicen que dijo antes de arrancarle los ojos al rey de la casa de David. Los traumas infantiles suelen traer consigo consecuencias funestas.
Los moradores de Judá pagaron con aquello que les era más querido las iras del rey de Babilonia. El Templo de Jerusalén, erigido por Salomón, delimitaba el recinto al que los creyentes acudían para encontrarse con Dios. Aquellas piedras eran, más que un edificio, la encarnación del alma de un pueblo castigado y errante.
De ordinario, los seres humanos idean las habitaciones que han de frecuentar siguiendo como modelo el espíritu de su nación o de su época. Las estancias en las que se concede descanso al cuerpo, se apacigua con rezos el enojo de un dios furibundo o se posee la carne trémula del amante están diseñadas a nuestra imagen y semejanza.
El genio griego se manifestó en el espacio compartido y abierto del ágora. Los musulmanes, allá donde asentaron su civilización, recrearon el paraíso prometido en el Corán mediante la construcción de jardines donde el agua borboteaba abundante y plácida. Los muy británicos súbditos de la reina Victoria concibieron el pub para su esparcimiento, y allí siguen, siglo y medio después, confiados en que alguien les llame un taxi para volver a casa.
Para procurar alivio a la insoportable incertidumbre de la existencia, levantamos el Templo de Delfos, donde los dioses desvelaban el futuro de los hombres. La Gran Muralla serpenteó durante siglos por los confines del imperio chino en un empeño que involucró a generaciones recelosas de las intenciones de sus vecinos. La emergencia de las sociedades industriales alumbró asombrosas obras de ingeniería como el Crystal Palace, la Torre Eiffel o, más tarde, el Empire State Building.
Así, no ha de resultar extraño que en una ciudad como Algeciras, ocupada durante décadas en la devastación de las piedras que conformaron sus señas de identidad, en una ciudad sin balnearios, sin temporada de ópera, sin centro financiero y sin hipódromo, todos los ojos se vuelvan hacia la majestuosa y vertical estampa de El Corte Inglés.
Es éste centro comercial expresión de los deseos que alberga el alma algecireña.
A bordo de la escalera mecánica, con la dignidad de un almirante que otea el horizonte sobre la cubierta de su barco, el comprador sube sin esfuerzo, mecido por la morosidad de la cinta transportadora. Un conocido, enrolado en la travesía opuesta, saluda, y el que asciende devuelve el gesto con displicencia, satisfecho con la idea de que, mientras él progresa hacia arriba, el otro se hace cada vez más pequeño sin remedio conforme desciende. Quien así se siente, y con la serenidad que proporciona saberse en posesión de la tarjeta de compra de El Corte Inglés, no tiene duda de haber hollado la cima del éxito social.
Por si esto fuera poco, el centro comercial procura al visitante un aire limpio y fresco, cribado por los filtros de eficaces máquinas que devuelven refrigerado al interior el aire que, macerado en las emisiones tóxicas de la industria, se respira fuera.
Si hay un mundo mejor, más hermoso, repleto de seducciones y frutos apetitosos, ése está en El Corte Inglés. Si hemos de creer en una existencia descansada y lenitiva, ajena a los baches, la polución, la desidia, una vida regida por el consejo de los mejores y no de los más mediocres, de quienes hacen más uso del cerebro que del carné, habremos, entonces, de huir al paraíso franqueando las puertas automáticas del centro comercial. Allí encuentran cobijo las verdaderas oportunidades. Junto a la sección de menaje del hogar, en la segunda planta.

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