sábado, 21 de noviembre de 2009

ESOS MALDITOS POBRES
Los pobres suelen hacer gala de una profundísima ignorancia de las más elementales reglas de etiqueta. Un hombre acaudalado se conduce con frugalidad en la mesa, bebe de los más exquisitos caldos a pequeñísimos sorbos y se emplea con extrema delicadeza en la tarea de trasladar a la servilleta de hilo los jugos y grasas que los alimentos consumidos han dejado sobre el labio. Tales finezas son desconocidas por el pobre, un comensal insaciable y asocial, obstinado en cultivar los más zafios modales y amante de dibujar arabescos en el mantel con el pigmento de la salsa de pollo adherida a sus dedos.
Estos sujetos siempre se han mostrado renuentes a colaborar en el desarrollo de la comunidad e indiferentes a cualquier consideración que pueda hacérseles acerca de los beneficios que deparan el comedimiento, la discreción y la renuncia elegante. No sólo hablamos del manifiesto desprecio que los pobres exhiben hacia el cultivo de los códigos de urbanidad, sino también de su nula sensibilidad hacia la marcha de la economía y las dificultades presupuestarias que acosan a las instituciones encargadas de velar por los intereses públicos y el bien común. Ni uno solo de sus andrajos moverían para aliviar las estrecheces y necesidades de los municipios donde su insolidaridad es tolerada sin reproche.
Pero digámoslo alto, claro y sin tapujos. Esa cáfila de gente menesterosa, esa horda harapienta, ese ejército famélico constituye la principal amenaza que han de afrontar las administraciones públicas, el tejido empresarial y los partidos políticos en nuestro país. El razonamiento es innecesario por obvio: la pobreza es uno de los más evidentes síntomas de la crisis, luego si los menesterosos no perseveraran en su indigencia tal y como hacen, conseguiríamos erradicar la miseria y, con ello, poner fin a la recesión y estimular el relanzamiento económico de la patria.
Lo más terrible es que la cosa tiene difícil arreglo. Ya sea por naturaleza, ya por mala fe, el pobre se solaza en su vida misérrima y se empeña, con obcecación, en padecer privaciones y calamidades. Es una cuestión de actitud moral. Si los pobres albergasen un mínimo de conciencia cívica, si anhelasen realmente la prosperidad de la comunidad, si, finalmente, fuesen ciudadanos responsables y honestos, abandonarían de inmediato su insolvencia, contratarían un préstamo bancario para la compra de un Infiniti FX50S y cerrarían la hipoteca de un apartamentito en Residencial Sotogrande. Nada podemos esperar de ellos, sin embargo. El pobre es de condición rencorosa y malintencionada. Nada que ver con nuestras clases adineradas, la mayoría de cuyos componentes jamás accedería a renunciar a sus posesiones, a su carné del club de golf y a la mucama filipina. Conciencia social, eso es lo que engalana a nuestros ricos y les distingue de esa manga de holgazanes subsidiados que disfrutan boicoteando la buena marcha de la economía.
El gobierno municipal de Algeciras sí que los entiende. Una de sus concejales ha negado cualquier viabilidad inmediata a la construcción de un centro para indigentes en la ciudad. El argumento para oponerse a tamaña atrocidad resulta incontestable: la situación económica derivada de la crisis que padecemos impide construir un albergue para pobres. La concejal de Igualdad y Bienestar Social merece nuestro crédito y toda suerte de agasajos por tan sabias palabras. Nadie nunca vio tan lejos mirando desde tan cerca. Y yo me pregunto, junto a otros miles de probos ciudadanos y bajo la inspiración del ejemplo ofrecido por nuestra dilecta concejal, qué mentes pervertidas y disolventes pueden proponer crear una casa para pobres precisamente ahora que hay tantos.
Un hogar para indigentes en plena crisis, ¿a quién se le ocurre?

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