
La del Campo de Gibraltar es una comarca con enormes potencialidades. Lo es desde hace cuarenta años, y si nada cambia lo seguirá siendo durante los próximos cuarenta. Mi familia conoce el paño gracias a la particular trayectoria vital de nuestro pariente Laurencio, tío abuelo por línea materna, en quien, a muy corta edad, sus mayores descubrieron un potencial impropio para una criatura tan tierna. “Un gran potencial, sí señor, este niño alberga un gran potencial”, diagnosticaron sus preceptores y el confesor de la familia. Pese a las esperanzas depositadas en aquel ángel de la precocidad, la adolescencia alcanzó a mi tío abuelo sin que las capacidades latentes advertidas en su infancia llegaran a manifestarse. Transitó Laurencio por la primera juventud, la edad adulta, la madurez y, finalmente, cruzó el umbral de la senectud sin que las tan celebradas potencias alumbraran hecho notable alguno. Falleció mi tío abuelo a la provecta edad de 91 años contradiciendo con su muerte, y ya definitivamente y sin arreglo, las expectativas alentadas en los primeros días de su existencia. “Una lástima irse a morir ahora, precisamente ahora, cuando estaba a punto de desarrollar todas sus potencialidades”, escribió alguien con motivo de su obituario.
Como ya tengo dicho, el Campo de Gibraltar es un territorio en el que cualquier observador atento puede advertir la concurrencia de extraordinarias potencialidades. Ha de aceptarse que la promesa de una comarca capaz de explotar todos sus recursos y posibilidades constituye un horizonte atractivo. Pero más que un fin hacia el que encaminarse, la probabilidad de este paraíso campogibraltareño que se nos anuncia desde hace cuatro décadas es, sobre todas las cosas, un modo de conformarnos, un expediente para persuadirnos de que, más allá, debe existir una vida mejor. El Mesías vendrá, y lo hará por la desembocadura del Palmones.
Entretanto se produce el advenimiento, uno está tentado de sugerir que la economía del Campo de Gibraltar se sostiene sobre una actividad industrial cuyos residuos ocasionan daños en las personas y una manifiesta degradación del entorno natural. Cuál sea el alcance de tales perjuicios es asunto susceptible de discusión, desde luego. Probablemente, cuanto mayor sea el interés directo que se tenga en la cuenta de resultados de las empresas asentadas en el polígono industrial, más sólida será la convicción de que lo que emana de esas chimeneas es néctar y ambrosía. Podría ser.
Quienes, pese a todo, seguimos siendo reacios a creer en la inocuidad de los procesos industriales que encuentran acogida en la comarca, consideramos que, hasta que se produzca la eclosión de las tan mencionadas potencialidades, haríamos bien aceptando lo que hay, que no es sino un modelo de crecimiento que se retribuye con la degeneración de nuestro patrimonio medioambiental. La pregunta es si los réditos sociales y económicos que proporciona ser anfitrión de este tipo de establecimientos industriales compensan tales sacrificios. Quizás lo hagan. Pero, aquéllos que estén persuadidos de que este modelo de crecimiento conducirá a la comarca al desposeimiento absoluto de todo lo que un día pudo ser su riqueza natural deberían comenzar a levantar la voz para reclamar otro modo de hacer las cosas, otro futuro.
Tenga en cuenta que, decida usted lo que decida, la vida continúa su curso. Un delegado provincial vendrá, a no mucho tardar, para decretar en rueda de prensa y declaración solemne que la última catástrofe medioambiental sufrida en las aguas de la Bahía ha quedado en el olvido, que todo está limpio como la patena y que cada cual puede retornar a sus quehaceres en la tranquilidad de que nuestros cargos electos permanecen vigilantes.
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