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El escritor Francisco Ayala ha muerto a los 103 años. El antropólogo Claude Lévi-Strauss no ha llegado a cumplir los 101. Mientras, millares de cretinos que aún no han alcanzado la cincuentena continúan entre nosotros. Va a ser cierto eso de que siempre se van los mejores.
Pero aventemos los prejuicios. Los mejores no son los únicos que se marchan. El conocimiento que procura la experiencia nos permite aseverar, sin género de duda, que también los peores la acaban diñando. Ayala y Lévi-Strauss, dos insignes modelos de ser humano, han muerto como lo harán, en un futuro que por piedad confiamos lejano, los implicados en la trama Gürtel, Agatha Ruiz de la Prada, el equipo directivo de Telecinco y los productores de José Luis Garci.
Nunca se ha dado el caso, al menos no está acreditado, de que todos los mejores se hayan marchado al mismo tiempo dejando tras de sí, y para desdicha de la especie, a todos los peores. Tampoco consta en parte alguna que haya sucedido lo contrario. Lo usual es que impere un orden aleatorio: hoy se marchan algunos de los mejores, ausencias que aumentarán mañana con el deceso de un puñado de los peores. Y así el mundo marcha que da gusto.
Resulta una abominación imaginar que algún día el ser humano pueda llegar a administrar el flujo de la muerte, cualquiera que sea el propósito que se persiga con ello. Sobre todo, si tenemos en cuenta los antecedentes. La infamia ha solido enseñorearse de la historia. Ha habido bárbaros convencidos de que exterminando a los otros, esto es, a los peores (los peores siempre son los otros), podría fundarse un orden nuevo uncido a las espaldas de los mejores. Estos exterminios, amén de odiosos, no suelen dar resultado y ponen de manifiesto el escaso tacto y la nula educación de quien los acomete.
Pese a todo, se antoja evidente que una buena gestión de la muerte no resultaría un ejercicio improductivo. Los gobiernos deberían ponderar la viabilidad de una burocracia tanatológica, constituida por funcionarios de carrera cuya formación garantizara la adecuada explotación empresarial de las defunciones. Con el afán de hallar a su tarea una rentabilidad social, estos empleados públicos estarían encargados de aplicar los principios de eficacia y eficiencia a esa desdichada experiencia que a todos nos aguarda al final del camino.
Quienes opongan objeciones al proyecto considerando su extraordinario coste acabarán aceptándolo si se les explica que no sería ni tan siquiera necesaria la creación de un nuevo ministerio. Apenas si bastaría una dirección general que, convenientemente organizada, fuera dirigida por un gestor de talento entre cuyos planes no figurara el de morirse próximamente. En tiempos que se prevean de mortandad de genios, este probo servidor público adoptaría las medidas necesarias para favorecer el fallecimiento de un mayor número de mastuerzos. Todo sería el resultado de una estudiada estrategia dirigida a compensar unas muertes con otras, una suerte de plan de emergencia concebido para aquellas épocas en las que los más talentosos ejemplares de la especie mostrasen una obstinada inclinación a morirse. Este equilibrio proporcionaría al mundo una estabilidad feraz.
Mientras tales adelantos nos alcanzan, habremos de conformarnos con aceptar el curso natural de los acontecimientos, la tiranía de la biología, los caprichos del azar. Si no fuera de mal gusto, avanzaría un cálculo sobre el número de indeseables que necesariamente tendrían que morir para compensar el óbito reciente de Ayala y Lévi-Strauss. No daré tales cifras, pues soy consciente de la impopularidad que granjea abordar de manera abierta y desprejuiciada asuntos como el que aquí se trata.
Aun así, yo ya tengo las cuentas hechas.
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