jueves, 29 de octubre de 2009

LA ESPOSA DEL DESCUARTIZADOR
La señora de Jack el Destripador, si alguna vez existió, debió de ser un dechado de discreción. Quien se dedica al crimen, y, en particular, a la modalidad del degüello y descuartizamiento, difícilmente puede ocultar a su esposa la naturaleza de sus actividades. Si las crónicas de la infamia no engañan, un homicida, por muy notables que sean sus habilidades, deja siempre tras de sí la huella de sus inicuos actos. Cuando nuestro Jack retornaba al hogar en las húmedas noches londinenses, su legítima tenía que advertir, necesariamente, la presencia de la sangre en los botines, los restos de vísceras adheridos a la pechera almidonada, la excitación pervertida que dibuja en el rostro la inclinación al mal. Pese a las evidencias, la señora de Destripador jamás rompió su silencio. Mientras pudiera evitarlo, las debilidades de su esposo nunca mancillarían ni el buen nombre de su casa ni la fama de su linaje.
Un alcalde corrupto no está sujeto a los inconvenientes que ocasiona a otro tipo de delincuentes ese empeño de la víctima por ponerlo todo pringado de sangre. Aun después de cometidos sus cohechos y prevaricaciones, sus trajes permanecen impolutos. Además, muchos alcaldes corruptos no están ni tan siquiera casados. Así pues, las piltrafas de intestino pegadas en la corbata y las esposas observadoras no son amenazas que se ciernan sobre la impunidad de nuestros delincuentes electos. Pese a todo, no deberíamos llegar a la errada conclusión de que estos delitos no dejan huella alguna tras de sí. De hecho, los latrocinios de estos mangantes difícilmente pasan desapercibidos para quienes mejor les conocen.
Un alcalde corrupto no puede cometer sus tropelías sin levantar sospechas pero, como el bueno de Jack en su esposa, el alcalde corrupto sabe que puede confiar en los suyos. Por muy escandaloso que sea su comportamiento, por mucho que recelen en el partido de sus recalificaciones y adjudicaciones, por muchas denuncias de afiliados que se hayan elevado a la consideración de la ejecutiva provincial, el alcalde corrupto está persuadido de que nadie dirá esta boca es mía. En el seno de los partidos políticos, como en casa de los señores de Destripador, el silencio es una virtud muy valorada.
La señora de Jack el Destripador, si alguna vez existió, vivió con la incertidumbre que proporciona no saber si quien llama a la puerta es un inspector de Scotland Yard. Si tal cosa hubiese llegado a suceder, si la policía de Su Majestad hubiese venido a prender al criminal, la señora de Destripador habría fingido sorpresa, estupor, desesperación; habría gritado como una ménade; se habría arrancado mechones de cabello; habría lamentado en público su ignorancia y lo engañada que andaba; habría abjurado de Jack y de la villanía de su comportamiento; habría pedido perdón al mundo y, finalmente, en un gesto calculado y teatral, se habría desvanecido sobre la calzada polvorienta ante la consternación y la compasión de un grupo de curiosos arremolinados en plena calle.
Si un alcalde corrupto es sorprendido con las manos en la masa, los dirigentes del partido mostrarán su indignación, advertirán de que tales conductas son inadmisibles en el seno de una organización fundada para la defensa de los más elevados valores, jurarán y perjurarán que no había modo de imaginar que tales cosas estaban ocurriendo, expulsarán de inmediato de sus filas al trincón y volverán a sus quehaceres como si nada de esto hubiese sucedido.
La señora de Destripador, si alguna vez existió, debió de morir reconfortada por el escrúpulo con que guardó la fidelidad debida al esposo y por la prudencia y tacto con los que se desenvolvió en vida.
Y es que, como gustaba de decir la señora de Destripador, los escándalos son veneno para el matrimonio.

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