viernes, 18 de diciembre de 2009

EL DE LOS PLATILLOS, EN CONCIERTO

Nada más triste que un hombre frágil aferrado a sus platillos. El director es consciente de la soledad del percusionista, arrinconado tras la sección de cuerda, invisible al auditorio, sólo presente por el chasquido metálico y estridente que estorba, de tiempo en tiempo, los pizzicatos vibrantes de los violines, los desmayos subyugantes de los fagots, el ronco desgarro de los violoncellos.
El platillista, que era un hombre de principios, pudo haber elegido cualquiera de aquellos instrumentos que despiertan el aprecio de los espectadores. Su predilección por los platillos respondía a sólidas creencias. Él era un ser de profundas convicciones.
Aunque su determinación era insobornable, había momentos en los que el platillista flaqueaba ante la contemplación de los gráciles movimientos de los violinistas, tan lejanos del estatismo casi permanente a los que los platillos obligaban. Soñaba para sí los miles de matices sugeridos por el trepidante deambular de los dedos sobre las cuerdas del arpa, anhelaba la rotundidad marcial de las trompetas.
Esa maldita calaña de músicos arribistas mancillaba su sensibilidad. Musiquillos de tres al cuarto decididos a procurarse de inmediato el reconocimiento social y los beneficios que ello lleva aparejado, oportunistas que jamás sabrían del sacrificio, la entrega, el desprendimiento de un hombre solo consagrado a sus platillos. Ya saben de quiénes les hablo: el pianista que le observaba con desdén desde la primera línea de la orquesta, el engreído de la flauta travesera a quien el compositor encomendaba los pasajes más bucólicos de su obra, el tipo del corno inglés con su gusto por los monóculos y los sombreros de hongo. ¿Era envidia? Sí, quizá alimentada por el repertorio escogido para la temporada, siempre atento a regalar a la aristocracia de la orquesta la interpretación de un solo, una oportunidad única para procurarse fama de virtuoso, para granjearse la simpatía de un público que reconocería el mérito de la ejecución con una salva de aplausos atronadores y el lanzamiento de frescas rosas rojas que, indefectiblemente, y para enojo de los profesores de la sección de viento, terminaban encestadas en la boca de la tuba. ¿Qué posibilidades había para el platillista? ¿Qué director en sus cabales le sacaría de su recóndito lugar al final de la orquesta para plantarlo frente al auditorio con la misión de interpretar en solitario una pieza? Y, aunque tal director existiera, ¿quién sería capaz de soportar imperturbable un solo de platillos?
Como sucede que todo en la vida tiene un límite, una mañana de invierno el maestro platillista renunció a sus principios. Ya era tarde, sin embargo, para emprender una carrera profesional como virtuoso del piano o de la viola. Así que, y tras un exhaustivo examen de todas aquellas ocupaciones que la sociedad moderna ofrece a un hombre cultivado y con experiencia, resolvió buscar recomendaciones para establecerse como periodista y tertuliano televisivo. Alcanzada cierta edad, los hábitos son hierbas arraigadas difíciles de arrancar, por lo cual no extraña, pese a su aparente extravagancia, que el músico acudiera a todas sus citas con la audiencia acompañado por sus platillos.
Su formación como platillista no le daba para tener opiniones sobre todas las cosas, una carencia que solventó adhiriéndose con entusiasmo inquebrantable a las tesis de uno de los dos bandos que monopolizaban el debate público en el país. Con colérica indignación, refutaba los argumentos del adversario ante el entusiasmo del público en el plató, gentes de criterio voluble, capaces de aplaudir al mismo tiempo una cosa y su contraria. Pero aquellos aplausos le compensaban todos los años de mortificaciones y torturas en los que siempre las ovaciones celebraban el éxito de los demás.
Y cuando no sabía qué decir, que era las más de las veces, tomaba sus platillos por las abrazaderas y arreaba un platillazo.

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