Las empresas editoras de los diarios Europa Sur y Sur han despedido esta semana a once de sus trabajadores. Lo que sucederá a continuación resulta de todo punto predecible:
La Asociación de la Prensa organizará una concentración de protesta ante el monumento a la libertad de expresión. No existe en la ciudad un monumento a la precariedad laboral, todavía. Si usted no ha participado nunca en una de estas convocatorias, le diré que se trata de un bonito acto social. En una ciudad sin teatro, y, por tanto, sin temporada de ópera, este tipo de citas mundanas constituye un sucedáneo consolador. No hay estolas de marta cibelina, ni gruesos abrigos de visón, ni ajustados smokings, nada de lo que puede verse a las puertas de La Scala de Milán. A cambio, todo el mundo se atavía con sus mejores galas reivindicativas. Las asociaciones de la prensa animan, de este modo, la dolce vita de las localidades provincianas donde la oferta de ocio resulta escasa.
Las asociaciones de la prensa son entidades que cumplen su función con escrúpulo. Reparten regalos entre sus asociados cuando arriba la Navidad, ofertan interesantes cursos sobre oratoria y retórica, organizan instructivos viajes a la ciudad de Rochefort para que sus miembros conozcan de primera mano el proceso de elaboración del afamado queso. No es un reproche. Los mismos responsables de estas organizaciones reconocen su incapacidad para hacer frente a la progresiva precariedad que asuela a los profesionales del periodismo. No somos un sindicato, se defienden. Nadie les acusa. Al cabo, las asociaciones de la prensa sólo se distinguen del Club de Amigos del Puro Habano en que carecen de saloncito de fumar.
Luego están los representantes de las organizaciones sindicales. Éstas, a diferencia de las asociaciones de la prensa, sí que son un sindicato. Los periodistas no configuramos el gremio que mayores satisfacciones reporta a los sindicatos. En términos de rentabilidad, un fornido obrero del metal detrás de una barricada vale lo que una veintena de redactores de un periódico. La buena voluntad no es suficiente para hacer de una empresa una institución rentable. Los sindicatos lo saben. Por eso, sus trabajadores más queridos son aquéllos que, en disciplinada formación, se dejan retratar guiados por sus líderes sindicales en una instantánea que mañana reproducirán las portadas de los periódicos. Los periodistas ni desfilan, ni protestan, ni tan siquiera tienen conciencia de sí. Se limitan a escribir el pie de la foto en la que aparecen los directivos de los sindicatos en gallarda actitud reivindicativa.
Ocasionalmente, podrá encontrarse entre los asistentes a algún diputado provincial, a un concejal, quizá a un alcalde. Concluida la protesta, el diputado, el concejal o el alcalde se dirigirán a sus despachos para cerrar con el gerente que acaba de despedir a media docena de sus empleados el acuerdo por el que la institución financiará un falso patrocinio, un suplemento superfluo, una inútil campaña publicitaria.
Luego, finalmente, estamos nosotros, los periodistas. ¡Qué decir de nosotros! Poca cosa. Aborregados, aceptamos el martirio. Somos gente razonable, instruida. Si bien se mira, prácticamente somos artistas. ¡Una huelga en el sector! ¡Qué ordinariez! Los adalides de la libertad de expresión estamos muy por encima de esas cosas. ¿Quién ha visto a Woodward o a Bernstein en huelga?
Existe, pese a todo, una solución. Podrán perseguirnos, acogotarnos, sumirnos en la más absoluta de las precariedades, vulnerar nuestros derechos, matarnos de hambre con salarios a la altura, mofarse de nosotros, humillarnos…Pero nadie podrá impedirnos, en el ejercicio de nuestros legítimos derechos, que, con la determinación de la que sólo puede hacer gala un periodista de raza, tomemos nuestra titulación universitaria y, con este aval, concurramos a las oposiciones a ordenanza de la Consejería de Agricultura y Pesca. Así aprenderán.
(A modo de epílogo, requiero a quienes, gratuitamente, colaboran en los diarios que acaban de despedir a once trabajadores para que manifiesten su solidaridad renunciando a sus tribunas en estos periódicos. Existen antecedentes. En circunstancias similares, gente tan decente como el profesor Mario Ocaña o ese buen hombre que fue don Rafael Montoya se negaron a continuar escribiendo para Europa Sur).

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