
El cuerpo social admira a las personalidades dotadas de un talento singularísimo. Éstas son mencionadas con reverencia en los discursos pronunciados durante los fastos que reúnen a toda la comunidad. Algunas operan a corazón abierto, otras diseñan asombrosas construcciones civiles, hay quienes, arrebatadas por una inspiración feraz, escriben gruesos poemarios en los que la patria y los valores sempiternos quedan plasmados con viveza. Son éstas quienes reciben los galardones, las invitadas a los actos solemnes, aquéllas que advierten a sus conciudadanos de las funestas consecuencias que trae consigo la degeneración de las costumbres, las que bautizan con su nombre las principales y más anchurosas avenidas. Un día, una apoplejía las sorprende haciendo las cosas que se supone han de hacer los más ilustres y reconocidos hijos del país. La criada (o el asistente personal, o su preparador físico, o un fontanero polaco) descubre el cadáver, ya frío, y alerta a los servicios de emergencia, quienes certifican la defunción, pues nada ha podido hacerse por el gran hombre. El cuerpo se traslada a la morgue, se atavía con la dignidad que el difunto merece, se maquilla el rostro cerúleo para la exposición de los restos mortales en el salón de plenos del Ayuntamiento, o en el Teatro Real, o en la Real Academia de las Artes y las Ciencias, o en la Santísima Iglesia Catedral, a apenas dos pasos de “El virtuosismo eréctil”, la casa de citas que con tanto entusiasmo como discreción frecuentó en vida.
El cochero exhibe el rostro circunspecto que requieren estas ocasiones, advierte a los caballos, con un tirón de las riendas, de que han de girar a la izquierda y se conmueve por el respeto y duelo con el que la muchedumbre acompaña la comitiva fúnebre.
Estos miramientos no se guardan con el resto de la comunidad. Un alcalde inútil, un electricista incapaz o un periodista con faltas de ortografía son objeto de las invectivas y vituperios de sus conciudadanos, viven en doloroso silencio el menoscabo de su reputación y, el día fatal, viajan solos al cementerio, escoltados apenas por los empleados de la funeraria, su esposa, su suegra y un depravado que, tras los nichos, se alivia excitado por el hedor dulzón del cadáver y el llanto de los deudos.
La injusticia resulta evidente, pues nadie, hasta la fecha (es decir, hasta el mismo momento en que fue escrito este artículo revelador), ha sabido ponderar la valiosa aportación con la que los individuos más inútiles contribuyen al engrandecimiento de las naciones. Tomemos como referencia e ilustración al mencionado alcalde inepto con el que abríamos la segunda parte de este texto. Tenemos aquí a un hombre sin relieve, cuyas lecturas se reducen a una decena de prospectos médicos, una cantidad ingente de discursos inaugurales (cuyo sentido último e intención es incapaz de penetrar) y el recuadrito que las etiquetas de las conservas reservan para dar cuenta de los ingredientes utilizados en la elaboración del melocotón en almíbar. Es éste que nos ocupa un ser en apariencia superfluo, prescindible, merecedor de la reprensión pública.
Me parece que tales juicios demuestran escasa misericordia y ninguna perspicacia, pues no atienden a la estimable función que los inútiles desempeñan para garantizar el funcionamiento óptimo y engrasado de la máquina social.
Este hombre fue criado en el regazo del partido desde muy tierna edad, adiestrado en la postración servil, curtido en la batalla cuyo premio había de ser su designación para un apañado cargo público. Nadie repara en que este mismo sujeto bien podría, aunque no sin grandes esfuerzos, desde luego, haber emprendido carrera como neurocirujano, ingeniero de caminos o técnico nuclear. ¿Son capaces de imaginar los centenares de pacientes fallecidos en la mesa de operaciones mientras nuestro patán hurga en sus meninges con el bisturí? ¿Pueden evaluar el coste económico y el derroche de vidas humanas que se derivaría del derrumbamiento de los puentes diseñados por nuestro cretino? ¿No se dan cuenta de las catastróficas consecuencias aparejadas a la imprudente decisión de dejar en manos de tal cenutrio la dirección de una central nuclear?
Deberíamos agradecer a estos entrañables mastuerzos su afán de servicio, evidenciado en su sabia determinación de orientar su vocación allí donde su ineptitud resulta menos devastadora. Honremos a nuestros inútiles.
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