sábado, 27 de junio de 2009

AJÁ...SÍ...CLARO

La ciencia económica siempre se me antojó un arcano impenetrable. No se aflija, ya no tiene arreglo. Todos nacemos con los alcances con que nos dota natura, y los míos no llegan más allá. Mi terca impermeabilidad a la comprensión de los fundamentos que sustentan las teorías económicas no constituye una excepcionalidad. Puedo resultar igualmente impenetrable a una gran variedad de conocimientos. La sabiduría me ha acechado durante toda mi vida, pero yo he logrado mantenerla a raya. Es un don.
A los 43 años de mi edad, y gracias a esta disposición de mi espíritu, puedo aseverar sin jactancia que nada sé sobre música dodecafónica. De la misma manera, confieso mi más absoluta ignorancia acerca de los principios de la genética reproductiva, el fin último del juego del golf y la razón de ser de la inestabilidad política en Ingushetia. No sé mucho más sobre la naturaleza y organización de los tráficos marítimo-portuarios, nunca leí a Kierkegaard ni escuché sin padecimiento un aria de ópera completa. Mi “mastuercidad”, perdóneseme el neologismo, se antoja irreprochable.
Mi cerebro es un páramo yermo donde apenas brotan, ralos y quebradizos, algunos saberes menores cuya posesión me garantiza, al menos, el control sobre los esfínteres y la perspicacia mínima exigible para leer el Marca sin ser atacado por la jaqueca.
Sin embargo, nada hay comparable a la orfandad intelectual en la que me sume la lectura de los suplementos económicos. El pensamiento de Kierkegaard, en comparación, me resulta tan familiar como el de Belén Esteban. Como verá, no niego la gravedad de mi estado.
Tomo las hojas salmón del diario y leo que la zozobra de la economía española sólo encontrará consuelo cuando se acometa una reforma del mercado de trabajo como Dios manda. Y, a lo que parece, lo que la divinidad aconseja en estos casos es una buena flexibilización del despido y su correspondiente moderación salarial. Más despidos y menos sueldo. El presidente del Banco de España, el muy honorable Fernández Ordóñez, ha aludido, textualmente, a la escasa sensibilidad que tienen los costes laborales con respecto a los costes de la empresa. Mis neuronas, las quince, trabajan en singular sinergia para desentrañar el sentido último del discurso, pero las conexiones eléctricas de mi cerebro apenas si logran activarse débilmente, lo justo para retener la baba que comienza a destilarse desde la comisura de mis labios hacia el papel impreso. Cierro la boca.
Leo que cuanto mayor sea la facilidad que se ofrezca a los empresarios para despedir a sus trabajadores, mayor será la capacidad de la economía para crear empleo. Para asimilar en su vasta complejidad los discursos sobre economía aplicada, el dedo índice resulta un valioso asesor. Así que, en atención a esta conseja, aplico el mío a la frase y lo conduzco por la línea de texto a velocidad moderada, deteniéndolo en cada una de las palabras, tomando aire en los interlineados y perfilando con el canto de la uña cada una de las mayúsculas. Pero ni así. Mi indolencia intelectual me impide comprender cómo dejando a más gente sin trabajo se consigue reducir el número de desempleados.
Al mismo tiempo, y para mayor escarnio mío propio personal y de mi linaje, mi inteligencia breve y menuda se resiste a entender que, además, y como medida complementaria, las autoridades nacionales hayan de obligarse a allegar más fondos a las arcas de las entidades bancarias para conseguir, de este modo, un nuevo impulso con el que sostener el bienestar común y la urdimbre productiva.
No hay modo. Carezco de un entendimiento notable, bien lo sé, pero mi conciencia está tranquila. Nunca engañé nadie. De haber querido fingir, me habría convertido en médico, arquitecto o ingeniero de caminos. Pero me hice periodista, oficio que, junto al de secretario local de partido, es, como resulta de dominio público, el que mejor se compadece con un carácter carente de brillos.
No alcanzo a destripar el intríngulis de las teorías económicas. Y no lo siento por mí. Si mi padre levantara la cabeza, se avergonzaría de haber lanzado al mundo a un tipo incapaz de entender un concepto que, de seguro, es cosa simple y razonable. Mis disculpas, papá.

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