domingo, 19 de octubre de 2008

REFLEXIONES CAMPOGIBRALTAREÑAS

LA BELLA BAHÍA


La historia de la humanidad está cuajada de seres humanos excelsos cuya virtud fue menospreciada, cuando no vilipendiada, por las gentes de su tiempo. Estas criaturas providenciales, atrapadas en una época que no les correspondía ni por sensibilidad ni por inteligencia, propusieron a las sociedades en las que les tocó vivir empresas colosales, retos admirables que, de haberse acometido, habrían procurado no poco beneficio al mundo y a sus moradores. La amplitud de miras, la clarividencia, la superioridad de espíritu rara vez han menoscabado los prejuicios y melindres de la común opinión. La masa toma por insolencia lo que no es sino el eco de la verdad.
Hace 300 años un irlandés sugirió a sus compatriotas una solución para combatir las pesadumbres que afligían a la infancia en el país, entre las cuales el hambre no era la menor. Comámonos a los niños y, mediante tan sencillo expediente, habremos acabado con el sufrimiento de los púberes y aportado un apetitoso suplemento alimenticio a los adultos, vino a plantear aquella mente privilegiada. Víctima de supersticiones ancestrales y absurdas ideas preconcebidas, la pacata sociedad de su tiempo abominó de la propuesta y de su promotor. ¡Cuánto prestigio y poder no atesoraría hoy el solar de Irlanda si la mentalidad aldeana de aquellos días no se hubiese opuesto a un proyecto cuya grandeza moral no supo ni tan siquiera atisbar!
Apenas un siglo más tarde, otro hombre, un inglés en este caso, dio a luz una obra de prodigiosa penetración intelectual que, también en esta ocasión, fue execrada por sus coetáneos. Argumentaba este buen hijo de Inglaterra, y no sin razón, que el crimen más abominable podría ser aprovechado por las sensibilidades más delicadas para engrosar el acervo artístico de la patria y rendir, de este modo, el mejor homenaje a la raza que con el devenir de los años levantaría el mayor imperio que ojos humanos hayan contemplado. Este benemérito inglés mantenía que si nada hemos podido hacer por evitar un asesinato, si el criminal ha sido detenido y puesto a buen recaudo por los agentes del orden, si los deudos de la víctima han sido cumplidamente reconfortados y si, en general, la moral pública no tiene nada que reprocharse ante tan vil homicidio, no existe obstáculo, entonces, para apreciar este acto brutal y pervertido desde una perspectiva artística. El autor proponía, tras tales reflexiones, la consideración del asesinato como una de las bellas artes. El exterminio del semejante, como cualquiera de las otras disciplinas del espíritu, bien podría ser valorado por su escenografía, el arma escogida por el victimario, la limpieza de la ejecución o la emulación de los patrones clásicos encarnados en la austeridad de estilo de un Caín o en el preciso descabello de un Bruto.
Todo el oprobio y el desprecio de su época cayeron como un manto de iniquidad sobre los hombros de este visionario.
Lo que sigue pretende ser un homenaje a esta tradición de hombres cuyo altruismo, sustentado en el más elevado criterio, obtuvo por toda retribución el mayor de los desprecios. Sin arredrarme ante la posibilidad de ser reprendido del mismo modo, hoy, con toda la solemnidad que han de revestir los gestos munificentes, regalo a la sociedad campogibraltareña de mi tiempo la solución definitiva que permitirá acabar con las amenazas contaminantes que se ciernen sobre nuestra bella Bahía. Campogibraltareños: BE-BÁ-MO-NOS-LA.
El plan resulta impecable en su concepción y doblemente beneficioso en su ejecución, ya que tan ciclópea empresa podría encomendarse a los desempleados de la comarca, quienes serían reintegrados al mercado laboral con la encomienda de sorber toda el agua de la Bahía a cambio de un salario acorde con las dificultades del empeño y pertrechados con sus correspondientes pajitas. Si conseguimos allanar la oposición de los sectores más reaccionarios, que, de seguro, intentarán desacreditar el proyecto, habremos logrado terminar, de una vez por todas, con dos de los males atávicos que asuelan esta tierra tocada por Dios: el paro y la polución marina.
Consejeros, munícipes y delegados varios podrán así dedicar a sus familias y haciendas el tiempo que actualmente invierten en intentar persuadirnos de que, esta vez tampoco, el vertido ha sido para tanto.


CONTRA LOS TÓPICOS (Una encendida defensa de las potencialidades del Campo de Gibraltar, su hinterland y el piñonate de Jimena)

Uno de mis primos adquirió la muy insólita costumbre de presentarse allá donde fuera con una coletilla que de manera inevitable añadía siempre a su nombre: “Feliciano Pérez, periodista experto en redes de inmigración y narcotráfico”. Cuando esto decía, apostillaba a continuación un discreto “encantado de conocerle” mientras, con un sigiloso vistazo, evaluaba el efecto que sus credenciales habían causado en el desconocido interlocutor.
Si se pretende ser honesto con el lector, no podremos obviar que el currículo del cual mi primo presumía se sustentaba sobre débiles fundamentos. Decirlo de este modo ya constituye todo un gesto de generosidad hacia el primogénito de mi tía, cuya biografía no aguantaría el más negligente de los escrutinios que pudiera promoverse para hallar alguna justificación al rimbombante título con el que se hacía anunciar en los círculos mundanos. Un flirteo fugaz con una ciudadana hondureña domiciliada en Cáceres, del que escapó escaldado, y el consumo en su juventud de un porro de costo rojo libanés, que en un tris estuvo de ocasionarle más secuelas neurológicas de las que ya arrastraba desde su nacimiento, se antojan escaso bagaje para arrogarse la condición de experto en bandas criminales dedicadas a la explotación de inmigrantes y el tráfico de drogas. Pero nada de esto arredraba a mi primo.
Tal fue su insistencia, tanta la perseverancia empleada, tanta la tenacidad invertida en el empeño que, con los años, y a fuerza de repetirlo ante todo bicho viviente, la sociedad de su tiempo acabó por convencerse de que, sin género alguno de duda, Don Feliciano Pérez era, entre sus iguales, el más avezado conocedor de los hábitos criminales del lumpen y el malevaje, el martillo del delito, el hombre escogido que, con desprecio de su propia vida, señaló sin pudor el comportamiento abyecto y venal de las mafias y sus corruptos protectores. Mi primo, cuando se lo proponía, conseguía ser muy persuasivo.
Los tópicos son hijos de la reiteración. Mi primo no se cansó durante toda su vida de asegurarle a todo quisque que era lo que en realidad no fue nunca. Pero la persistencia resultó premiada, y cuajó un tópico: el de Feliciano, perito en mafias.
Una mentira repetida hasta la saciedad alumbra un tópico: ni todos los andaluces son unos indolentes, ni todos los jueces tienen cara de acelga, ni todas las suegras cobijan bajo el pellejo un lagarto extraterrestre que aguarda el momento propicio para abandonar su escondrijo y merendarse a un yerno. Nada de esto es cierto. Son tópicos falaces. Pero que las mentiras reiteradas engendren tópicos no significa que todos los tópicos estén fundados en una mentira.
La prensa recoge estos días la preocupación expresada por un selecto grupo de ciudadanos campogibraltareños, quienes se confiesan inquietos por la mala imagen que la comarca proyecta hacia el exterior. Tan filantrópica desazón, alimentada por el temor a que el Campo de Gibraltar sea conocido única y exclusivamente por los tópicos que lo identifican, debería conmover a los hijos de la tierra de Paco de Lucía, el wind surf, el piñonate de Jimena, el perro de San Roque y el retiro veraniego de Ana Rosa.
La empresa resulta loable. Consentir que la comarca sea conocida, allende las fronteras, como el lugar donde se asienta una de las concentraciones industriales más contaminantes del país y uno de los territorios con mayor porcentaje de parados de la región es permitir que se propague un tópico injusto. La propuesta pasa por promover una regeneración de la reputación del Campo de Gibraltar, para lo cual nada resulta más eficaz que recurrir a otros tópicos, ya saben: la comarca da cobijo al primer polo industrial de Andalucía y al primer puerto español, argumentos ambos que, si bien se mira, son, precisamente, los que explican la ponzoñosa polución con la que convivimos desde hace décadas y la precaria estructura económica de una comarca que, pese a tales joyas, no es capaz de reducir sus índices de desempleo. No sé a qué tópico quedarme.
Este afán por recuperar el buen nombre del terruño no es nuevo. De hecho, y a poco que se haga memoria, la restitución del prestigio perdido se ha propuesto, promovido y olvidado tantas veces que ya es, en sí mismo, todo un tópico. Hablar de las potencialidades de la comarca, que es lo que suele hacerse en tales casos, viene a ser como aludir a los reptiles que se emboscan bajo la apariencia de nuestras madres políticas: estamos persuadidos de que están ahí, pero jamás dan la cara.
Mi primo sabría qué hacer ante esta situación y, según me escribe, estaría encantado de colaborar. Eso sí, en calidad de asesor remunerado del presidente de la Diputación Provincial.

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