jueves, 23 de octubre de 2008

LA GENTE CORRIENTE
Si prestamos oídos a quienes saben de estas cosas, el capitalismo, tal y como lo hemos conocido, languidece sin remedio. Urge la ingente empresa de refundarlo. La historia tiene estas cosas: lo que Marx no pudo, lo podrán las hipotecas subprime.
La refundación del capitalismo, si es que finalmente se acomete, quedará consignada en los tratados como un acontecimiento histórico. Pero sea lo que fuere eso de refundar el capitalismo, nadie va a pedirle consejo a usted acerca de cómo hacerlo. El individuo de a pie nunca es considerado cuando se trata de asuntos de cierta trascendencia. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Nos refundan el capitalismo y ni siquiera tienen la decencia de preguntarnos si tenemos alguna sugerencia que aportar!
No hay por qué acongojarse. Las cosas siempre han sido así. El ser humano común nunca participa de los negocios que proporcionan lustre a las reputaciones y reseñas en la Enciclopedia Británica. ¡Refundar el capitalismo! ¡Eso son palabras mayores! Usted, a lo sumo, dependiendo de si es persona de orden o un crápula, podrá aspirar a refundar una familia con una viuda de Alcobendas o un club de alterne cerrado por impago del impuesto de bienes inmuebles. Pero refundar un capitalismo como Dios manda, con sus cambios de paradigma, su reorganización del sistema financiero y su reordenación de los procesos productivos, eso, querido amigo, es harina de otro costal. Acéptelo. Es algo que, más tarde o más temprano, hay que acabar asumiendo.
El empeño individual de los tipos corrientes y molientes jamás ha escrito una sola línea de historia. No sé si, como se promete, alguien acabará por refundar el capitalismo, pero de lo que estoy absolutamente persuadido es de que no seremos ni usted ni yo. Una buena refundación del capitalismo requiere de un genio superior, de un talento sólo al alcance de unos pocos elegidos.
Nosotros, el pelotón de la especie, hemos de contentarnos con irrumpir en el templo de la Historia haciendo el bestia, movidos por un instinto feroz y sanguinario. Medítelo. Las plazas públicas de París donde la guillotina cercenaba los pescuezos de la muy ilustre aristocracia estaban repletas de gente como usted y como yo, entusiasmada con el solaz que proporcionaba tan ameno recreo. Un poco más allá en el calendario, los alemanes que aplaudían enfebrecidos las llamadas del Führer al exterminio del pueblo judío eran tipos sencillos, obligados a madrugar, a subvenir a las necesidades alimenticias de su prole y a morirse de una alferecía, una peritonitis o atragantados con un hueso de pollo. Si los seres humanos comunes participamos alguna vez en la construcción de la historia es a costa de cascar algunos cráneos ajenos.
Acepto que la historia nos ha legado una abundante relación de nombres cuyo genio y esfuerzo personales vencieron al olvido, hombres y mujeres dotados con esa rara cualidad que se premia con una lápida propia en el panteón de hijos ilustres. Pero yo no hablo de gente de genio ni de héroes. De quienes hablo es de aquéllos cuya carne alimenta a la masa, hablo del pueblo, de los consumidores, de los contribuyentes, de los electores, de los ciudadanos, de los televidentes y los clientes, de todos aquéllos que carecen de rostro, de usted y de mí.
Van a refundar el capitalismo y nosotros no vamos a tener en ello ni arte ni parte. A lo peor, si las cosas no salen como estaban programadas, puede que se nos requiera para rebanar gaznates en Wall Street o en la bolsa de Londres. O quizás se contenten con que consumamos lo que el nuevo orden capitalista, convenientemente refundado y remozado, exija que consumamos. Esto es, precisamente, lo bueno que tiene la gente corriente: su versatilidad. Lo mismo sirve para militar en las hordas sedientas de sangre de una revolución que para engrosar las millonarias audiencias de Gran Hermano.

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