viernes, 3 de octubre de 2008

EL FIN DE LOS TIEMPOS
De ordinario, los contemporáneos de los sucesos que la posteridad acaba consagrando como acontecimientos históricos no tienen conciencia de su condición de testigos de la historia. Los soldados romanos que aguardaban a vadear el Rubicón no repararon en la trascendencia del momento afanados como estaban en desprenderse de las garrapatas aferradas a sus canillas. “Alea jacta est”, declamaba el divino César para los anales entre la indiferencia de sus hombres, más preocupados por la pertinacia del parásito y la insoportable humedad de la ribera que por la solemnidad de la escena.
Uno puede estar ocupado en el retrete, ajeno a todo, mientras a su alrededor se suceden todos esos hechos de los que, con los años, se nutrirán los manuales escolares de historia. Consterna el corazón la imagen del patricio que se monda las uñas de los pies en su dormitorio sin advertir que los bárbaros acaban de asaltar su jardín para arrasarlo a sangre y fuego. La Historia nos es invisible, por mucho que se deslice a nuestra vera.
Esta ignorancia acerca de la repercusión que lo que acaece en nuestra época tendrá sobre tiempos venideros no puede merecer censura. Al fin y al cabo, la historia es aquello que escribe gente que aún no ha nacido sobre gente cuya quijada fue afianzada por la mortaja un buen puñado de años atrás. Aquéllos que instruirán a las próximas generaciones acerca de cómo éramos, cuáles eran nuestros hábitos y gustos, cuáles los dioses a los que rezábamos, no disfrutarán del placer de habernos conocido. A cambio, gozarán de eso que los cronistas denominan perspectiva histórica. Si cualquiera de nosotros hubiese amanecido el 12 de octubre de 1492 en una isla caribeña o el 14 de julio de 1789 a las puertas de La Bastilla, podría haber jurado que aquel día había de ser una jornada histórica. Pero si mañana, o pasado mañana, comienzan a revelarse los primeros signos del ocaso de nuestra civilización, es más que probable que no seamos capaces de advertirlo.
Nuestras muy avanzadas sociedades nos han proporcionado instrumentos para prevenir la amenaza. La naturaleza humana es pusilánime y necesita de una autoridad que la proteja y guíe en los tiempos de incertidumbre. Los viejos griegos se encomendaban al Oráculo de Delfos para acopiar un puñado de certezas con las que seguir viviendo. Nosotros disponemos de reguladores del mercado, instituciones financieras, catedráticos doctorados en Harvard y Yale, gobiernos avisados, medios de comunicación especializados y, por abreviar, de sabios de toda laya y condición que nos instruyen acerca de cuándo resulta procedente llamar crisis generalizada a nuestras miserias particulares. Un indigente podrá ser idénticamente indigente en pleno marasmo del sistema financiero o en la más boyante de las coyunturas económicas, pero lo razonable, en términos capitalistas, y lo misericordioso, en el caso de que se cultive algún credo, es ofrecerle la información que le permita discernir cuándo su miseria ha de ser atribuida a la crisis de los mercados y cuándo a los inescrutables designios de la providencia. Pero no es esto de lo que queríamos tratar aquí.
Si la debacle de Wall Street es el signo que había de anunciar el cataclismo final de nuestro sistema de vida, si la ruina de las entidades financieras estadounidenses constituye el “pifanazo” de salida del apocalipsis, si el capitalismo ya no da más de sí y, a no mucho tardar, nos veremos obligados a renunciar a nuestra suscripción a Canal Plus y al adosado en Manilva, entonces éste que nos ha tocado vivir es un momento histórico y nosotros, en consecuencia, los inquilinos de un mundo decadente.
Nadie puede estar seguro de que esto sea así, sin embargo. Suele suceder, y en esto la experiencia nos proporciona una nutrida porción de ejemplos, que quienes reclaman para su época una notoriedad histórica yerran con frecuencia sus diagnósticos. No han sido pocos los que, a lo largo de los siglos, han anunciado a las masas la inminente llegada del fin del mundo, un contratiempo que, obviamente, desbarata cualquier plan que pueda hacerse con motivo del puente de La Inmaculada. Ni que decir tiene que todos estos agoreros han sido desmentidos por la Historia. Al menos, hasta el momento presente.
¿Es éste el fin de nuestro tiempo? ¿Conocerán nuestros hijos el bienestar en el que nos criaron nuestros padres, la opulencia de las sociedades en las que crecimos? Nadie puede saberlo. Y quizás sea mejor así.

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