sábado, 6 de septiembre de 2008

Ya no se obran milagros

Hace mucho que no acaece un milagro. La inactividad de vírgenes, santos y ángeles custodios es la consecuencia inevitable de la corriente de apatía y desencanto que ha anidado entre las personas celestiales. Hubo un tiempo en el que los muertos recientes se desembarazaban de sus sudarios para incorporarse y salir a pasear por la plaza del pueblo sin que tal resolución ocasionase la más mínima admiración entre sus convecinos. A nadie extrañaba que, minutos antes de expoliar el seno izquierdo de su nodriza, un lactante se aventurara a expresarse en un correctísimo arameo con el propósito de alertar a la grey del Señor del inminente advenimiento de una catástrofe espeluznante que alimentaría desdichas sin cuento. Estas taumaturgias gozaban de gran predicamento entre los creyentes. La gente se hallaba habituada a estos numeritos sobrenaturales que lo mismo te introducían un camélido por el ojo de una aguja que te multiplicaban por ciento un arenque. Pero entonces llegaron la civilización y el progreso, que trajeron consigo, entre otra porción de calamidades, el descrédito de todos estos prodigios y portentos.
La decadencia de la industria milagrera es asunto bien sencillo de entender. En tiempos remotos, las gentes arrostraban vidas atroces, existencias dolorosas cuyos estigmas eran el hambre, la enfermedad y la injusticia de un mundo ominoso e inclemente. El traqueteo fúnebre de carros desvencijados con su carga de cuerpos exánimes devorados por la peste negra componía una melodía terrible, pero cotidiana. La lepra, la viruela, el sarampión, el cólera, el tifus eran la encarnación terrenal del Maligno, cuya amenaza empujaba a aquellos pobres miserables a buscar el cobijo protector de las iglesias, donde se veneraban con fruición el prepucio cercenado de un santo, el maléolo tibial incorrupto de una mártir o el incisivo cariado de un profeta.
Así, en un mundo inmisericorde, sujeto a la volubilidad de un concierto de fuerzas funestas concitadas contra el ser humano, resultaba lógico que el prestigio de los enviados divinos se mantuviera incólume. La licuefacción de la sangre coagulada de San Genaro, la regeneración de los miembros amputados de un campesino devoto o los milagros de ubicuidad de un presbítero reverenciado (según revelación de testigos imparciales, visto a un mismo tiempo ataviado con casulla en el altar de su iglesia y en traje de paisano junto a las puertas de un establecimiento de dudosa, a la par que excelente, reputación) no se antojaban sucesos excepcionales. La vida era así.
Todo esto cambió con el devenir de los siglos. Los hallazgos de la ciencia médica y la asunción de hábitos asépticos, higiénicos y profilácticos hicieron de los milagros cosa prescindible. Hoy no necesitamos apariciones marianas envueltas en haces de luz deslumbradores y anunciadas por trinos de tesitura embriagadora por la sencilla razón de que, gracias a las aportaciones de científicos tan eminentes como Hipócrates, Fleming y el doctor Rosado, no tenemos nada que temer de la peste bubónica. Somos gente civilizada con sus necesidades básicas satisfechas.
Ya no miramos al cielo en demanda de la intercesión divina que permita la multiplicación de panes con los que saciar nuestra hambre. De hecho, ya no vivimos acuciados por el ayuno que impone la miseria. Es tal el bienestar del que disfrutamos que ni tan siquiera consentimos el sufrimiento de quienes se declaran en huelga de hambre con la pretensión de reivindicar la reparación de tal o cual injusticia. Tan civilizados estamos que no dudamos en suspender nuestras huelgas de hambre en cuanto sentimos apetito.
En lo que respecta a las enfermedades, carece de sentido recurrir a las esferas celestiales en busca de remedio. La medicina ha adelantado una barbaridad, hasta el punto de que el diagnóstico fundado en la observación detenida de las heces, esputos y orina del paciente ha sido superado hace mucho. Nuestros males están a la altura de los tiempos y reciben nombres tan elegantemente pintorescos como el de síndrome de estrés post-vacacional. Como puede observarse, somos tipos refinados.
No hay milagros por la sencilla razón de que el Servicio Andaluz de Salud nos ofrece más fiabilidad que una novena a Santa Eduvigis. Por muy temeraria que parezca la preferencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario