El moribundo le extiende apremiado una mano huesuda y macilenta que usted acepta. Para todos resulta obvio su pesar por la partida inminente de quien, víctima de su cárcel carnal, de la que pronto se verá liberado, aún ventosea y expele viscosos esputos oliváceos. Un esfuerzo postrero permite al agonizante incorporarse sobre el colchón para acercar la boca desdentada a su oído. Un aliento dulzón se escapa de entre los labios, anuncio inequívoco de la vecindad del fatal desenlace. Es entonces cuando le confía su última voluntad: “Que mi cuerpo sea incinerado en un horno donde habrá de arder durante cuarenta días y cuarenta noches al calor del fuego alimentado por la madera de treinta sauces jóvenes. Que mis cenizas sean depositadas en un cofre labrado en plata cuyos vértices lucirán, engastados, cuatro zafiros hindúes tallados por otras tantas vírgenes. Que lo que quede de mí sea transportado de esta manera hasta la cima del pico más inaccesible de cuantos configuran la cordillera del Himalaya. Esto es lo que te encargo”.Y usted, que probablemente no tenga nada mejor que hacer a esa hora de la tarde, acepta la encomienda del doliente sin expresar queja alguna. Requerirá los servicios de un ingeniero forestal cuyo asesoramiento le permitirá dar con la dichosa treintena de sauces que, personalmente, se encargará de talar, astillar y preparar como combustible. Buscará en las Páginas Amarillas el número de teléfono del orfebre que habrá de dar forma al joyerito del que se encaprichó el fiambre. Viajará al subcontinente indio para adquirir los zafiros a los que aludió aquél que ya ni ventosea ni esputa. Evacuará consultas con los más prestigiosos ginecólogos hindúes a fin de hallar a las ya mencionadas cuatro vírgenes, criaturas que, para mayor desazón suya, tendrán que unir a la gracia de la discreta castidad la de poseer alguna instrucción en la industria de la talla de piedras preciosas. Pertrechará a una decena de avezados escaladores, guiados por un par de experimentados sherpas, y partirá en azarosa expedición hacia el Everest donde, después de un sinfín de penalidades, depositará la cajita de las narices.
La escrupulosa observancia de las últimas voluntades del difunto será objeto de encomio y alabanza en su vecindario, entre los socios de la peña taurina que usted frecuenta y en los labios de los parroquianos del bar Manolo, desayunos y almuerzos.
Nadie recordará, sin embargo, cómo hace apenas un par de meses el caprichoso difunto, entonces vivo y propietario de una salud inatacable, le pidió como favor personalísimo que le acercara en su coche a una farmacia de guardia. “El coche no lo muevo que lo tengo en la calle Sevilla y después no hay quien aparque”, le espetó usted con firmeza para negarle el favor.
La muerte es una institución a la que profesamos un respeto reverencial. Hay quien vive con el solo propósito de cumplir la postrera voluntad de su difunto padre, expresada en el lecho de muerte ante una nutrida concurrencia de parientes y empleados de la funeraria. Esta especie de individuo jura y perjura que su padre será retribuido y su último deseo, satisfecho, y este fin se convierte en la motivación de su existencia, independientemente de que el beneficiario de tan desinteresado empeño sea el mismo padre al que en vida el hijo enclaustró en un asilo dirigido por una mafia albano-kosovar con la aviesa intención de agenciarse su pensión. A los muertos les dispensamos un respeto que negamos a los vivos.
Quizás sea el temor a que los que se han ido regresen para vengarse, o la aprensión de que, cuando nos alcance el turno, acabemos dándonos de bruces con el espectro de aquél al que ignoramos cuando nos rogó, ante la inminencia de su muerte, que intercediéramos para que su cerebro reposase en un frasco con formol sobre las estanterías del Museo de Hijos Inmarcesibles de Algeciras, en la sala dedicada a los concejales, los promotores inmobiliarios y los secretarios provinciales. Quizás la idea misma de que nosotros también habremos de morir un día nos perturba de tal modo que, por una cuestión de solidaridad futura, nos vemos empujados a redimir a todos los muertos recientes, sean cuales fueren sus pecados.
Deténgase a pensar en todos aquellos cretinos, reconocidos de manera unánime como tales por sus contemporáneos, cuyos nombres han cruzado el umbral de la posteridad troquelados en la placa de una calle, en la fachada de un instituto de enseñanza secundaria o en la entrada de un polideportivo con piscina olímpica. Y es que basta morirse para que la reputación de uno mejore notablemente.
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