“Ningún hombre sería infeliz si pudiera alterar su manera de sentir”, dijo uno que se murió hace muchos años después de haber escrito un porrón de libros. Distinguidísimo conciudadano y gloria local algecireña cuyos méritos nunca han sido suficientemente reconocidos, Feliciano Doblas nació con ese don, con esa elasticidad de espíritu que predispone al individuo hacia una vida plena de felicidad y gozo. La sentimentalidad de Doblas era maleable como un profiláctico de látex de talla universal.La revelación de este don le fue dada a edad muy temprana y en trágicas circunstancias. El repentino fallecimiento de su abuela, adorable anciana a la que amaba de manera incondicional, sembró en su pecho infantil un dolor acerbo y acre que se le antojó insoportable. Mientras los suyos lloraban desconsolados la irreparable pérdida, Doblas resolvió acabar de raíz con aquel padecimiento intolerable, y no se le ocurrió otra cosa sino suspender definitivamente el afecto que profesaba a la vieja. Decidió que no la querría en absoluto, que aquel cuerpo enjuto, artrítico y roturado por las arrugas le resultaría indiferente. El devenir de los años le persuadió de que en aquella actitud frente al mundo se escondía la cifra de la felicidad.
Si las mujeres que excitaban su pasión le repudiaban, Doblas las reducía, de la noche a la mañana, a sórdidas arpías de cuerpos contrahechos y fétido aliento. Si la fama le resultaba esquiva, se obligaba a apreciar los beneficios de la vida contemplativa y el retiro piadoso. Si, por azar e impericia, se golpeaba el pulgar con un martillo, nuestro hombre no dudaba en entregarse a los clandestinos deleites de la disciplina masoquista. Si eyaculaba precozmente, corría raudo a refugiarse en la ascesis, santo ejercicio que faculta al individuo para huir de la férula del cuerpo y elevarse hacia los espirituales dominios donde la efusión seminal prematura no es motivo de vejación ni menoscaba reputaciones.
Ya adulto, Doblas ponderó la oportunidad de labrarse una carrera pública como ideólogo del partido de la oposición. Conocedor de que su don habría de protegerle de toda contingencia, no le importó que sus decálogos, opúsculos y tratados fuesen denostados con fiereza por quienes, hasta entonces, habían sido sus correligionarios, sus colegas de partido, sus tan queridos camaradas. Esta ira desatada contra sus ideas y principios más fundamentales no mermó ni un ápice su proverbial imperturbabilidad. Visto lo visto, y dejándose mecer por la opinión mayoritaria, Doblas se erigió en el principal censor de sí mismo y en su más inmisericorde antagonista. Organizó manifestaciones para desacreditarse, escribió artículos en la prensa local en los que, después de ponerse verde, menospreciaba sus ideas, recabó firmas para solicitar de las autoridades competentes un castigo ejemplar, reclamó con vehemencia su propia destitución.
La energía desplegada por Doblas no pasó desapercibida para los dirigentes del partido en el poder, quienes valoraron la firmeza con la que se conducía contra quien, hasta entonces, se había tenido como principal inspirador e ideólogo de la oposición. O sea, contra sí mismo. Impresionados, le ofrecieron el ingreso en su partido y un cargo en la administración remunerado con largueza.
Instalado en su nuevo despacho, un incidente menor, pero no por ello menos revelador, vino a demostrar, si es que a estas alturas resultaba necesario, que Doblas, según su propio temperamento, estaba condenado a ser feliz. Fue la cosa que, arrellanado en el sillón de cuero charolado desde el que recibía a las visitas, un testículo caprichoso y travieso vino a desplazarse desde la ubicación a la que obligan las leyes de la gravitación terrestre hasta el espacio perineal, al tiempo que el peso del cuerpo se depositaba sobre la frágil gónada, todo lo cual le provocó un dolor profundo y sordo que alentó la gestación de dos gruesos y trémulos lagrimones cuyo rastro dibujó una senda transparente en el precipicio de sus mejillas. Pese a todo, y oculto entre las volutas de humo de la cachimba que encendió para dar un toque de intelectualidad solemne a su reflexión, Doblas concluyó, contra el parecer más extendido y en atención a la delicada consistencia del órgano comprometido en el incidente, que no existe acomodo más mullido para un cuerpo varonil y saludable que el que ofrecen los propios genitales.
Y es que en estos tiempos apremiantes y mundanos, sólo un temperamento flexible garantiza el éxito.
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