jueves, 3 de julio de 2008

El pueblo es sabio

Existe la falsa creencia, perniciosamente extendida, de que la suma de todos y cada uno de nosotros da como resultado una entidad de sapiencia infinita, una suerte de ser superior ponderado y cauteloso capaz de discernir lo que más conviene en cada momento. Hablamos del pueblo. Según esta superchería, los ciudadanos de un país tomados en su conjunto adquieren una lucidez que les capacita para proponer, con vigorosa determinación y ánimo constructivo, las mejores soluciones a los más enrevesados problemas.
Que tal cosa es una simpleza no se debe escapar a nadie que se halle en posesión de una mediana perspicacia. Conozco a una buena porción de majaderos cuyo esfuerzo colectivo dará lugar, a lo más, a una majadería de proporciones colosales, fruto inevitable de la adición de cada una de las majaderías individuales que la integran. Y poco más. Uno podrá referirse a ellos con grandilocuencia y llamarles “el pueblo”, pero no por eso dejarán de ser los mismo mastuerzos que alumbraron sus madres.
Una democracia saludable no requiere, necesariamente, de un pueblo sabio. Un país puede erigirse en el más acabado paladín de los valores democráticos y, al tiempo, estar plagado de cretinos. No son cosas incompatibles. Lo único que reclama la democracia es que, en las decisiones que afectan a la vida de las gentes, se considere como criterio único y vinculante la voluntad de la mayoría. Pero el pueblo puede llegar a ser tan bobo como cualquiera de sus cuñados de usted. Dar por sentada la sabiduría popular no es sino un prejuicio.
Con la naturaleza nos viene a pasar algo parecido. Una lluvia torrencial, diluviana, se precipita sobre las calles de un pueblo indefenso, sorprendido por la ira del cielo. La furia de las aguas arrastra en su voracidad propiedades, animales, personas, aboca a la ruina a honrados trabajadores, arrebata los frutos a la tierra, abate las obras de ingeniería y deja tras su paso, alcanzada la calma, el tristísimo tañido de una campana…Pues bien, cuando todo ha pasado, siempre emerge por ahí algún idiota que, con tono doctoral, declara a una televisión de ámbito estatal: “La naturaleza es sabia”. No cabe duda de que, quien así habla, es un hombre del pueblo.
No hace muchos años, un comentarista radiofónico, me temo que también hombre del pueblo, celebraba lo que, según su parecer, no podía ser interpretado sino como una demostración palmaria de la sabiduría del cuerpo electoral. A propósito de unas elecciones en la que los dos partidos mayoritarios habían obtenido un número muy similar de votos, el comentarista concluía que el equilibrio de los resultados explicaba del mejor modo lo sabio que podía llegar a ser el pueblo, español en este caso. “Los españoles hemos dado una muestra de madurez propiciando este empate técnico”, decía. El razonamiento resulta, en esencia, estúpido, pues para que el pueblo pudiera haber premeditado tal cosa habría sido necesario que todos los españoles hubiesen acudido a las urnas por parejas y con el acuerdo expreso de que, en cada dúo de electores, uno votara a los populares y el otro a los socialistas. Pero no olvidemos que los tertulianos radiofónicos también forman parte del pueblo.
No digo yo que el pueblo no sea capaz de un acto bondadoso, inteligente y discreto. Pero de ahí a santificar su omnisciencia media un abismo. Aunque, tal y como escribí más arriba, siempre resulta preferible arrostrar las consecuencias de un error promovido por la mayoría que alimentar la soberbia de una elite aplaudiendo sus aciertos. Los miembros de la clase política también son gente del pueblo. Así que hágase usted una idea.
Cuando Torres voló con la gracilidad de la Paulova junto al manta de Lehman para golpear el balón, suave y quedo, hacia el interior de la portería alemana, salté, impelido por un furor atávico y patriótico, sobre un perfecto desconocido al cual abracé con la ternura e identificación que sólo cabe entre dos varones adultos unidos por un mismo equipo de fútbol e idéntico sentimiento nacional. Sufrí una transfiguración de la personalidad de la que, sin embargo, no me avergüenzo: el doctor Jekyll, Bruce Banner y Andrés Pajares experimentaron antes un fenómeno similar de alteración del yo.
Ese hombre que me quiso tanto durante aquellos brevísimos segundos que sucedieron al tanto de El Niño, que me amó como quizás jamás haya amado a su propia madre, era, como yo, un hombre del pueblo. Éramos España, la patria primigenia y primordial, el pueblo franco, sincero y reposado que grita con una voz unánime un canto que es hijo de la Revolución Francesa, las enseñanzas de Gandhi y los discursos de Azaña. Es, más que un grito, una declaración de principios que atruena en los oídos y en los corazones y que demuestra, de una vez para siempre y para escarnio de los escépticos, que el pueblo es sabio: “¡Gol!”.

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