Nadie puede estar seguro de que el comensal de la mesa vecina, el pasajero del asiento de enfrente o la señorita que nos precede en la cola no se hayan visto acuciados en las últimas semanas por el perverso instinto de descuartizar a sus respectivas abuelas. Y, lo que es peor y resulta más desasosegante, nadie puede afirmar con absoluta certeza que no hayan ejecutado tan avieso proyecto.Los desconocidos nos inspiran desconfianza precisamente por eso, porque no podemos conocer de antemano el estado de salud de sus abuelas. Los individuos civilizados hemos ideado una ingeniosa estratagema para superar la zozobra que nos ocasiona el encuentro cotidiano con aquéllos a quienes no hemos sido debidamente presentados. Nos basta con ingeniárnoslas para que ése al que no hemos visto en nuestra vida acabe siendo como nosotros, aunque para ello debamos de recurrir a algún tipo de violencia. Si come lo que nosotros, viste como nosotros, recurre a nuestro mismo cirujano plástico, cree en nuestros dioses y maneja el mismo par de ideas que empleamos para conducirnos por el mundo, entonces es uno de los nuestros. Siendo así, nada tenemos que temer.
“¡Yo soy un ser pacífico, decente y puntual contribuyente, y no impongo nada a nadie!”, alega un lector injuriado. Enhorabuena, pero lamento decepcionarle. No me estaba refiriendo a usted en absoluto. No le conozco y, por consiguiente, no puedo fiarme. ¿Quién me garantiza que no ha dedicado este pasado fin de semana a despiezar a la madre de su madre? Nadie, señor mío. Esta inclinación del ser humano a sojuzgar a sus congéneres no se la atribuyo a usted, ilustre desconocido -o abyecto mataviejas, quién lo sabe-, sino al individuo gregario, al hombre del clan, la iglesia, la secta, el partido o la patria, elijan ustedes la encarnación que prefieran. Las grandes infamias siempre han sido una obra colectiva. El descubrimiento de la penicilina se lo debemos a un tipo que vivía su obsesión por los hongos en la soledad de su laboratorio, pero para levantar el III Reich fue necesario contar con la participación de centenares de fanáticos y la indiferencia de todo un pueblo.
Entre los españoles, hijos de esa nación elegida a la que Dios bendice, ha sido siempre de buen gusto acogotar al prójimo. Salvo en aquellos días gloriosos en los que un español disponía de los medios necesarios para convertir a un indígena mejicano o boliviano en lo más parecido a un señor de Soria, nuestros compatriotas han encontrado siempre cierta resistencia entre los extranjeros a dejarse persuadir por los beneficios y placeres que proporciona abandonarse a la seducción de la españolidad. Así que, ante la contumacia de alemanes, franceses, polacos y kazajistaníes, hemos convertido en nuestro deporte favorito la evangelización del coterráneo descarriado a quien, para escándalo del celador del sepulcro de Don Pelayo, no le duele España tal y como nosotros consideramos que debería de dolerle.
Un caso ilustrativo lo constituye el uso que algunos vienen dando al llamado “Manifiesto por una lengua común”, un documento suscrito, entre otros, por intelectuales tan admirables y respetados como Vargas Llosa, Fernando Savater o Álvaro Pombo. Los inspiradores del escrito estarán equivocados, o no, en su evaluación de la salud del español en las comunidades bilingües, pero ésa no parece ser la cuestión que se dirime en la arena pública. De hecho, creo que, más allá de los firmantes y de un pequeño número de partidarios y contradictores, ninguno de los animadores del debate está realmente preocupado por el estado de las distintas lenguas nacionales en nuestro país.
De un modo involuntario, los suscriptores del manifiesto han dado a luz un instrumento que, distanciándose de las verdaderas inquietudes de los firmantes, sirve para lo que han servido siempre estas cosas en manos de españoles: para celebrar que, una vez más, se ha puesto a nuestro alcance un arma con la que cascar cráneos ajenos. El grupo de irreductibles ya conocido, con el conspicuo protagonismo del diario “El Mundo”, toman el manifiesto como se blande un tomahawk cuando se abriga el impertinente propósito de resquebrajarle el occipucio a un sargento del Séptimo de Caballería. Resulta obvio que aquí la cuestión lingüística es lo de menos. Hay que meter ruido, a costa de lo que sea, y arremeter contra aquél que no es del bando propio o no celebró con el debido entusiasmo el gol de Torres.
Quien honestamente esté de acuerdo con el contenido del manifiesto puede hallarse, sin quererlo, en la misma estupefacción en la que se vio sumido aquél que, admirador del acabado, solidez y belleza de la cuchillería tradicional de Albacete, se descubrió acorralado en un callejón por un ladrón que esgrimía en su mano derecha una lustrosa faca facturada en la ilustre localidad manchega.
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