domingo, 20 de julio de 2008

No confunda el cuchillo del pescado

Que somos gente civilizada es una certeza que abrigamos sin ningún género de duda. Los distinguidos nietos de nuestras abuelas somos gente cultivada, educados en las más refinadas normas de urbanidad, aseados como las patenas y dotados de una sensibilidad exquisita que abomina de la injusticia y la barbarie. Ciudadanos de la Unión Europea, acostumbramos a ataviarnos con pulcritud para asistir a las bodas y a no eructar en las cenas de gala. Hay países cuyos nacionales confunden el cuchillo del pescado con el del postre. Con eso está dicho todo.
Los muy civilizados vástagos de Occidente no nos hemos dejado seducir por los atractivos que ofrecen la holganza y la abulia, y, con esta loable disposición, hemos construido en un puñado de centurias una religión, una ética, una tecnología, una perspicacia artística y un pensamiento especulativo que son la envidia del mundo y el calvario de nuestros enemigos. Somos gente talentosa, desde luego.
Uno de nuestros grandes hallazgos –el más feliz, probablemente, junto al de la patente de la Thermomix - ha sido el de la aplicación de la física a la moral. La utilización del espacio como una magnitud empleada para la elaboración de valoraciones éticas no deja de ser una ocurrencia genial, reservada en exclusiva a gente tan civilizadísima como usted, su suegra de usted y yo mismo. Este préstamo tomado de los físicos configura el principio que establece que cuanto mayor sea la distancia que nos separa de la infamia, menores serán nuestro espanto y nuestra obligación de sentirnos moralmente concernidos. Esto es algo que ya pusieron en práctica nuestros tatarabuelos. Los súbditos de la Reina Victoria no moverían una ceja para censurar la matanza de un grupo de nativos en Zululandia, pero no dudarían en llorar de consternación de haber leído en The Times que su Majestad Imperial sufría con regia discreción los padecimientos que ocasiona un uñero.
Esta moral determinada por la distancia nos proporciona un sinfín de beneficios y ahorra preocupaciones y sufrimientos innecesarios. Una bomba despedaza a medio centenar de civiles iraquíes inocentes, y torcemos el gesto en una significativa señal de disgusto. Ese mismo artefacto estalla en el centro de París para llevarse consigo a cincuenta muy civilizados ciudadanos franceses, y nuestro escándalo, excitado por la alarma que procura la cercanía del suceso, no conoce límites. Algo parecido ocurre cuando el dolor y el espanto, a bordo de una embarcación precaria y atestada de criaturas, pueden otearse desde la terraza de los restaurantes abiertos en nuestros clubes náuticos. Si la ignominia no viajara en patera, no nos conmoveríamos tanto.
La filantropía forma parte de nuestro acervo civilizador. Nosotros no somos salvajes, no señor, ni puede comparársenos con esos cafres que vemos en televisión correr semidesnudos con los rostros desencajados mientras blanden un machete en la mano para decapitar a otro desgraciado que huye despavorido. Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Descartes, Voltaire, Rousseau, Darwin y Einstein nos avalan. Por eso, cuando la miseria alcanza nuestras costas, lamentamos lo ocurrido y decretamos, con el artificio oratorio del que sólo puede jactarse una cultura fraguada en el respeto al hombre y a su dignidad, que necesitamos reforzar la vigilancia en nuestros mares. Cualquier sociedad con un más pobre pedigrí civilizatorio podría haber pensado en acoger a todos esos desheredados y repartir con ellos lo que, en puridad, no es nuestro. O promover la generosa empresa de propiciar la prosperidad en las tierras de las que proceden los menesterosos para evitar ese exterminio lento y desesperado con cuyas fotos ilustramos las portadas de nuestros muy concienciados diarios. Pero nosotros no, nosotros somos gente civilizada. Y por eso haremos lo imposible para que cosas tan desagradables no vuelvan a suceder, al menos en nuestras aguas territoriales.
Así las cosas, y en nombre de nuestra civilización, no nos queda más remedio que advertir a todas estas pobres gentes que, de perseverar en esta obstinada actitud de mostrarnos tan de cerca y de tan impúdico modo sus miserias, nos veremos obligados a seguir horrorizándonos. Avisados quedan.

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