martes, 1 de julio de 2008

Prefiero a un antropófago

La efusividad sentimental es una estrategia de supervivencia de la que nos valemos los seres sociales para no ser pisoteados por nuestros compañeros de tribu. La escena, trivial en apariencia, que nos muestra a dos adultos a los que la casualidad reúne en una calle populosa y que, reconociéndose mutuamente, se abalanzan el uno sobre el otro para fundirse en un abrazo estrechísimo, no arroja luz alguna sobre los misterios del aprecio entre humanos ni sobre los propósitos últimos de la solidaridad de especie. No quiera ver amor desinteresado ni afecto honesto si, encontrándonos, nos estrujamos de modo recíproco hasta comprometer la integridad del espinazo desde el tramo cervical hasta el mismo hueso sacro; si, percibiéndonos, nos cubrimos las mejillas de húmedos y estridentes besos; si, escrutándonos, celebramos con campechanía el aspecto lozano y juvenil del otro (“por ti no pasan los años, jodío”). Si hacemos éstas y otras cosas del mismo jaez es para sobrevivir, para defender nuestro territorio de la incursión de extraños, para repeler el asedio a nuestra cueva, a nuestra prole y a nuestro pedazo de carne de mamut.
La expresión pública de los afectos más íntimos cumple la misma función social que en algunas culturas sin thermomix desempeña la antropofagia. Las tribus caníbales conciben ese grosero hábito de manducarse al vecino como una conducta estimable, un ardid dirigido a evitar el incómodo trago de que sea el vecino el que se lo manduque a uno. Cuando un colega de profesión, un primo segundo o el señor del butano le abraza como lo haría si se reencontrara con su padre después de tres décadas extraviado en la frondosa jungla brasileña, dé por sentado que lo está haciendo en legítima defensa.
Existen contextos sociales en los que estas estrategias de supervivencia adquieren una relevancia más notable. Entre determinados clanes africanos que devoran carne humana, la ingestión de la magra musculatura de los ancianos constituye un rito iniciático sin cuya observancia el grupo no aceptará como adultos a los jóvenes que apenas empiezan a afilarse los incisivos. Del mismo modo, las sociedades civilizadas encuentran en ciertos acontecimientos que implican a toda la comunidad el momento propicio para la manifestación pública del apego al prójimo. La Feria Real de Algeciras ejemplifica del mejor modo toda esta sabia retahíla antropológica que nos venimos trayendo entre manos.
No habrá refugio a la sombra, ni esquina soleada, ni váter portátil, ni hamburguesería ambulante que le permita escapar, eludir el rito obligado, la convención exigida. Un hombre grande y gordo, apenas afeitado, al cual no desea ni nada bueno ni nada malo, que le resulta absolutamente indiferente, un hombre obeso y, para más señas, calvo, se dirige hacia usted con la misma bestial determinación de un grupo de elefantes en estampida, sonriéndole, advirtiéndole con un burdo lenguaje gestual de sus intenciones, consciente de que la desinhibición propia de estas fiestas le permitirá tomarse ciertas libertades, tales como las de abrazarle, osculearle los pómulos y los carrillos, prenderle de los hombros confianzudamente y, sin respiro, celebrar con escándalo el encuentro, entre millones de microscópicos esputos que, desde dos labios grosezuelos, se proyectan sobre su rostro inerme. “¡Qué me alegro de verte!”, le confesará, perturbado por la emoción, el susodicho. No importa que al entusiasta abrazador de personas le importen un pimiento sus penalidades, que se le dé una higa si usted ha contraído una enfermedad mortal o si, a consecuencia de un cúmulo de sucesos desdichados, se alimenta de pan pringado en el aceite de las sardinas en lata. Su único plan es exhibir su generosidad, desenfado y bonhomía, por lo que, quiéralo o no, acabará por colocarle, con la misma solemnidad con la que se impone la Orden de Isabel la Católica, dos atronadores besos, uno por mejilla.
Yo, personalmente, no frecuento la feria porque detesto que me besen. Puestos a elegir, casi prefiero que un nativo antropófago se me meriende un brazo. Aunque suela presentárseles como gente poco instruida y brutal, los caníbales son criaturas decentes.

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