La anciana intentaba explicarme que si había tomado mi asiento en el autobús era por pura necesidad. La mujer caminaba con torpeza auxiliada por una muleta, y encontró confortable aquella plaza detrás del conductor, más espaciosa que su reserva en el centro del vehículo. No atendí a razones. Aquélla era mi butaca. La señora apelaba con torpeza a los derechos que le otorgaban sus años, su cuerpo menudo y débil, el respeto que se le debía por arrastrar consigo los equipajes de una vida extensa, sufrida a lo largo de una sucesión de días cuyo número no sabría determinar con precisión, muchos más, en todo caso, que los acumulados por ese hombre joven de apariencia saludable que le reclamaba inflexible su asiento en el autobús.La intrusa se dejó vencer, rezongando contra la malignidad del mundo y abrumada por el esfuerzo de volver a erguirse sobre sus piernas enfermas. Sólo en ese momento advertí cuán despreciable resultaba mi intransigencia, ese empeño estúpido por expulsar a la vieja señora de su refugio en la primera fila del autocar. Me reproché mi infame comportamiento, pedí excusas y me acomodé en la parte trasera del automóvil.
Quiero creer que soy una buena persona, al menos en los términos que determinan los códigos penales: jamás he cometido un acto de latrocinio, no trafico con sustancias prohibidas y nunca le he arrebatado la vida a un semejante. Estos antecedentes deberían avalarme. Pero si me conduje de un modo tan reprobable con la anciana del autobús, no sé de qué otras acciones abyectas sería capaz.
La anécdota de la viajera de la muleta esconde más vastos alcances. Un ser humano bueno, amable con sus semejantes, dispuesto al sacrificio por el bienestar general, generoso, sensible hacia las injusticias, un ser humano inclinado a la filantropía, ¿puede cometer un acto malvado? ¿San Francisco de Asís sucumbió en alguna ocasión a la tentación de rebanarle el pescuezo a una gallina? ¿Pisó Gandhi de manera intencionada, aunque sólo fuera una vez, el pie encallecido de un paria con la única intención de experimentar el pervertido placer que dispensa procurar el mal del prójimo? ¿Qué exegeta del Nuevo Testamento puede asegurar de modo categórico que Juan el Bautista no sometió a ninguno de sus nuevos sectarios a una ahogadilla más prolongada de lo estrictamente requerido por el rito?
¿Puede un ser humano bueno ejecutar una mala acción?
La duda aquí expuesta concierne a la visión que los seres humanos tenemos de nuestra propia especie. Un semejante benigno proporciona confianza, seguridad. Nada malo puede esperarse de quien a lo largo de toda su existencia ha sido ejemplo de virtud e integridad. Pero, si se acredita, como nos tememos que puede hacerse, que el mejor de los individuos de nuestra especie está expuesto, aunque sólo sea una vez en su vida, a dejarse arrastrar por la seducción del mal, entonces, si esto es así, ¿de quién puede uno fiarse?
La cuestión planteada puede proponerse desde la perspectiva opuesta. ¿Quién puede descartar sin atisbo alguno de duda que un ser abominable, perverso, amigo de la malevolencia y la doblez, un ser liberado de cualquier atadura moral pueda promover una conducta noble, un comportamiento benéfico, un gesto de bondad perfecto? ¿Algún general de la junta militar birmana, que hoy se muestra insensible al dolor de su pueblo, cuyo auxilio deniega, habrá acariciado en alguna ocasión el semblante entristecido de un niño compungido por el pinchazo de su pelota? ¿El llamado monstruo de Amstetten se compadeció alguna vez de la suerte de un perro aplastado en la carretera por la imprudencia de un automovilista? Quizás el asesino de la mujer acuchillada en Jerez le sonrió en el pasado en agradecimiento a aquellos ojos a los que él mismo acabaría por arrancar toda luz.
No deberíamos fiarnos de nosotros. Somos gente imprevisible.
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