Don Arturo falleció a causa de unas fiebres tifoideas. El pesar de sus deudos se vio de este modo multiplicado: al dolor por la muerte del patriarca vino a sumarse la ignominia aparejada a un óbito tan inapropiado, indigno para quien, como Don Arturo, gozaba de una posición que, en nombre de la decencia y el buen gusto, habría exigido un tránsito más heroico. Un notario merece una retirada a la altura de sus rentas y reputación: un disparo suicida en el centro geométrico del parietal derecho nos habla de un hombre que se ha elevado sobre sus contemporáneos, y ensalza a quien, con la elección del momento preciso en el que ha de expirar el último aliento, demuestra su victoria sobre Dios y el tiempo; una herida fatal en el pecho labrada por la punta acerada de un florete evidencia que el muerto es un tipo de honor, un contribuyente íntegro capaz de derramar la sangre propia y la ajena con el propósito de reparar una afrenta.La vulgaridad del procedimiento que Don Arturo escogió para reunirse con el Creador obtuvo el reproche unánime de los de su clase: un notario muerto por unas fiebres constituye una escena de un gusto reprobable. Sea como fuere, lo cierto es que Doña Adela, la viuda del notario, fue presa de la devastación emocional que origina toda pérdida irreparable. La esposa que fue de Don Arturo no se arredró ante la enormidad de la desgracia, aun a pesar de que el buen gusto y la moral cristiana recomiendan afrontar con resignación y acatamiento el advenimiento inapelable de la muerte. Empeñada en recuperar al padre de sus hijos y fuente de sus ingresos, Doña Adela contrató los servicios de la reputada médium Madame Lulú con la intención de establecer contacto con el difunto. La viuda se maliciaba que su cónyuge debía de haberse extraviado en un limbo fronterizo entre las jurisdicciones de los vivos y los muertos.La sesión espiritista reunió a Doña Adela con sus siete vástagos, el presidente del Círculo Mercantil, íntimo de la familia, y el contable de la notaría, todos atentos a las recomendaciones formuladas por la experta Madame Lulú. Apenas invocó la médium al espíritu del notario, de entre la impenetrable oscuridad del saloncito emergió el rostro iluminado de quien con voz cavernosa y fantasmagórica se presentó como el espectro mismo de Don Arturo. Doña Adela prorrumpió entonces en un llanto histérico, y ello a pesar de que aquella jeta que flotaba en la penumbra distaba mucho de asemejarse a la que en vida había lucido su esposo. Quien había conocido al notario recordaba su rostro huesudo, recubierto por una fina capa de piel blanquísima y alicatado por dos gruesas y frondosas patillas. La cara que respondió a los requerimientos de Madame Lulú era, por el contrario, la de un hombre orondo, barbilampiño, de piel olivácea y ojos rasgados. El deseo del reencuentro pesó más que los detalles, y Doña Adela aceptó que aquél que se fingía Don Arturo era, sin margen de error, la manifestación incorpórea y genuina de su esposo.De repente, y en pleno paroxismo paranormal, un estruendo ensordecedor sobresaltó a las participantes en la ceremonia quienes, espantados, fueron testigos de cómo la puerta cedía bajo los pies de un fornido individuo uniformado. "¡Servicio de inmigración!", se identificó la autoridad, que en un visto y no visto, y con la colaboración de otra media docena de agentes, redujo y esposó al fantasma."Disculpen la falta de tacto", se excusó el policía con exquisita educación una vez que la aparición espectral hubo sido conducida al coche patrulla. "Me temo que han sido ustedes víctimas de un engaño. Ése al que tomaron por Don Arturo es, en realidad, Wilson Sánchez, inmigrante ilegal ecuatoriano y fontanero. Desde que perfeccionamos los sistemas de vigilancia y control en nuestras costas, endurecimos los requisitos para la estancia legal en el país y ampliamos los plazos para su reclusión en los centros de internamiento, esta gente ya no sabe qué inventar para colarse".Don Arturo, que era un hombre de orden y un español bien nacido, celebró con una efusión de ectoplasma la prudente política migratoria de la Unión Europea.
miércoles, 21 de mayo de 2008
Don Arturo y la inmigración
Don Arturo falleció a causa de unas fiebres tifoideas. El pesar de sus deudos se vio de este modo multiplicado: al dolor por la muerte del patriarca vino a sumarse la ignominia aparejada a un óbito tan inapropiado, indigno para quien, como Don Arturo, gozaba de una posición que, en nombre de la decencia y el buen gusto, habría exigido un tránsito más heroico. Un notario merece una retirada a la altura de sus rentas y reputación: un disparo suicida en el centro geométrico del parietal derecho nos habla de un hombre que se ha elevado sobre sus contemporáneos, y ensalza a quien, con la elección del momento preciso en el que ha de expirar el último aliento, demuestra su victoria sobre Dios y el tiempo; una herida fatal en el pecho labrada por la punta acerada de un florete evidencia que el muerto es un tipo de honor, un contribuyente íntegro capaz de derramar la sangre propia y la ajena con el propósito de reparar una afrenta.La vulgaridad del procedimiento que Don Arturo escogió para reunirse con el Creador obtuvo el reproche unánime de los de su clase: un notario muerto por unas fiebres constituye una escena de un gusto reprobable. Sea como fuere, lo cierto es que Doña Adela, la viuda del notario, fue presa de la devastación emocional que origina toda pérdida irreparable. La esposa que fue de Don Arturo no se arredró ante la enormidad de la desgracia, aun a pesar de que el buen gusto y la moral cristiana recomiendan afrontar con resignación y acatamiento el advenimiento inapelable de la muerte. Empeñada en recuperar al padre de sus hijos y fuente de sus ingresos, Doña Adela contrató los servicios de la reputada médium Madame Lulú con la intención de establecer contacto con el difunto. La viuda se maliciaba que su cónyuge debía de haberse extraviado en un limbo fronterizo entre las jurisdicciones de los vivos y los muertos.La sesión espiritista reunió a Doña Adela con sus siete vástagos, el presidente del Círculo Mercantil, íntimo de la familia, y el contable de la notaría, todos atentos a las recomendaciones formuladas por la experta Madame Lulú. Apenas invocó la médium al espíritu del notario, de entre la impenetrable oscuridad del saloncito emergió el rostro iluminado de quien con voz cavernosa y fantasmagórica se presentó como el espectro mismo de Don Arturo. Doña Adela prorrumpió entonces en un llanto histérico, y ello a pesar de que aquella jeta que flotaba en la penumbra distaba mucho de asemejarse a la que en vida había lucido su esposo. Quien había conocido al notario recordaba su rostro huesudo, recubierto por una fina capa de piel blanquísima y alicatado por dos gruesas y frondosas patillas. La cara que respondió a los requerimientos de Madame Lulú era, por el contrario, la de un hombre orondo, barbilampiño, de piel olivácea y ojos rasgados. El deseo del reencuentro pesó más que los detalles, y Doña Adela aceptó que aquél que se fingía Don Arturo era, sin margen de error, la manifestación incorpórea y genuina de su esposo.De repente, y en pleno paroxismo paranormal, un estruendo ensordecedor sobresaltó a las participantes en la ceremonia quienes, espantados, fueron testigos de cómo la puerta cedía bajo los pies de un fornido individuo uniformado. "¡Servicio de inmigración!", se identificó la autoridad, que en un visto y no visto, y con la colaboración de otra media docena de agentes, redujo y esposó al fantasma."Disculpen la falta de tacto", se excusó el policía con exquisita educación una vez que la aparición espectral hubo sido conducida al coche patrulla. "Me temo que han sido ustedes víctimas de un engaño. Ése al que tomaron por Don Arturo es, en realidad, Wilson Sánchez, inmigrante ilegal ecuatoriano y fontanero. Desde que perfeccionamos los sistemas de vigilancia y control en nuestras costas, endurecimos los requisitos para la estancia legal en el país y ampliamos los plazos para su reclusión en los centros de internamiento, esta gente ya no sabe qué inventar para colarse".Don Arturo, que era un hombre de orden y un español bien nacido, celebró con una efusión de ectoplasma la prudente política migratoria de la Unión Europea.
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