Carlos Cristos padece una enfermedad degenerativa que le conduce a la muerte. Este hombre conoce, con absoluta certeza, que su vida se extingue sin remedio. Sólo le resta saber el día y la hora exactos del fatal desenlace. En esto, como se ve, Carlos no se diferencia en nada del común de los seres humanos.El testimonio de la decadencia de Carlos alimenta el guión de una hermosa película documental titulada “Las alas de la vida”. La cinta nos presenta a un hombre culto, bienhumorado, médico de profesión. Carlos nació en Vigo, es músico, tiene una hija y practicaba el parapente antes de que su cuerpo se viera sacudido por la terrible enfermedad que ahora, en el tiempo de la película, le condena a moverse y a hablar con dificultad. Este mal que le aflige y que no tiene cura no ha mermado ni un ápice su lucidez. Carlos sabe que ha de morirse, aunque su padecimiento le hace sentir que la muerte le acucia con más apremio que a los demás.
Enfrentado a la cámara, este hombre que va a morirse se confiesa incapaz de sostenerse en alguna certeza que le consuele, en una fe que le prometa un dios benevolente y misericordioso del otro lado, en una eternidad que le compense de una vida lastrada por la incertidumbre de no saber. Carlos piensa, pese a todo, que quizás la eternidad pudiera estar contenida en ese último microsegundo de existencia cuyo término traza la línea que separa el ser del no ser, una fracción infinitesimal de tiempo que alimenta en quien se muere una conciencia de permanencia que no concluye jamás, aun cuando haya transcurrido un millón de años desde nuestra muerte y de la muerte de todos aquellos que ni siquiera habían nacido cuando la biología decidió que, en lo que a uno respecta, todo se había acabado.
Carlos habla de la muerte con llaneza, haciendo uso de un sentido común antiguo que considera razonable que, si uno ha de morirse, debería prepararse para ello y preguntarse qué es lo que le espera. Este hombre que habla a la cámara acerca de su propia muerte no es un caso excepcional, ni el héroe de una tragedia humana particular, sino un hombre que piensa su muerte, un hombre que no tiene por qué morirse, necesariamente, antes que cualquiera de nosotros. Carlos, desde luego, se ha visto sacudido por una enfermedad despiadada que convierte su experiencia en algo doloroso, una desdicha estrictamente personal, imposible de compartir. Pero, si nos ceñimos a lo que a él le preocupa, a la razón que le ha movido a convertirse en el protagonista de una película que verán miles de personas, en ese caso, no hay nada que nos distinga de Carlos. Como él, también nosotros padecemos esa terrible enfermedad mortal que es la vida.
Cuando vi “Las alas de la vida” la pasada semana en televisión, y conforme avanzaba el metraje de la película, caí en la cuenta de que era probable que el Carlos que habla en el tiempo de la cinta ya no existiera, que quizá ese hombre que narraba sus temores y esperanzas ya hubiese muerto, que estuviese ante un documento póstumo. Había algo de inmisericorde e injusto en que aquel desconocido, cuyo coraje me conmovía profundamente en ese preciso instante (un instante dentro del devenir de mi tiempo, no del de la película), hubiese fallecido incluso antes de que yo supiera de su padecimiento, de su lucidez, de su decisión de narrar sus últimos días. Según explicaron al término del documental, Carlos vive todavía.
No hay duda de que una existencia feliz, dichosa, plena resulta preferible a una vida plagada de sufrimiento y pesares. Pero yo creo que una buena muerte redime a quien la disfruta de cualquier herida pasada, compensa todos los sueños insatisfechos, los amores no correspondidos, los más dolorosos fracasos, consuela de todas las pérdidas irreparables.
La eternidad concentrada en ese microsegundo postrero, en esa minúscula porción de tiempo inacabable, ha de ser la recompensa que lo justifica todo. Eso espero.
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