Muchos de los grandes males que han asolado a la humanidad desde el principio de los tiempos tienen su origen en esa perniciosa costumbre que insiste en contemplar el mundo conforme a ideas preestablecidas. Los mayores malvados de la historia lo fueron, más allá de la predisposición a la infamia que albergaran, por sus intentos de forzar al mundo a convertirse en lo que ellos creían que debía ser. Los inquisidores españoles veían brujas, nigromantes y heraldos del Maligno allí donde mirasen, y fueron sus empeños en restaurar la primacía de Dios lo que les empujó a perseguir, torturar y abrasar herejes. Quizás se divirtieran con ello, eso no lo sé, pero si hacían estas cosas no era por la inspiración de una naturaleza violenta sino porque estaban convencidos de que las cosas tenían que ser como tenían que ser. Es decir, como ellos habían decidido que fuesen.Desenvolverse en la vida con un buen arsenal de prejuicios proporciona al individuo seguridad y una moral prêt-à-porter, instrumentos que garantizan una existencia serena, sin sobresaltos. Todo aquello que no cuadra con nuestro esquema del mundo es, por definición, una desviación. Quien no piensa lo que nosotros pensamos es un asocial que se tiene merecido lo que le pase.
Así, a grandes rasgos, los innegociables principios que rigen los destinos de los países civilizados dan por sentada la bondad del individuo y particularmente, lo cual constituye un gran hallazgo, la de aquéllos que gobiernan a sus semejantes y someten el comportamiento de los mercados a su más elevado parecer. El hombre es bueno por naturaleza, y lo es aún más si figura como accionista mayoritario de una multinacional dedicada a la extracción y comercialización del petróleo. Una idea preconcebida que permite afirmar a un mismo tiempo, y sin contradicción, que la misma bomba nuclear sirve a Irán para amenazar la democracia en el mundo y a Israel para garantizar la seguridad en Oriente Medio.
Esto de preconcebir ideas es una práctica que podemos rastrear en el comportamiento cotidiano de las gentes. Citemos un ejemplo. Sólo se me ocurren dos situaciones en las que un español acepte permanecer en una cola sin expresar ni una sola queja: o bien hay un alma dadivosa que reparte algo, lo que sea, de manera gratuita, o bien un amortajado de cuerpo presente aguarda que la multitud le rinda honores. Nada más sabroso para un compatriota que un muerto bien estirado al que poder contemplar con detenimiento sin ser acusado de morboso. La idea preconcebida, en este caso, es que las grandes masas que deambulan por las capillas ardientes de los hombres providenciales constituyen el testimonio de la devoción de un pueblo por el prócer difunto. Nada más lejos. La gente acude en tropel a visitar a los muertos por un atavismo que convierte el cuerpo inanimado de un ser humano en un espectáculo en sí mismo. La intención es la de establecer comparaciones entre la lozanía que luciera el fallecido en vida y la jeta apergaminada que hoy se ofrece a la contemplación pública. Lo que realmente se busca es averiguar si el ataúd está labrado en genuina caoba o en un sucedáneo de bajo precio. Esto es un ejemplo de idea preconcebida.
También pertenece a este género de ideas la ñoña y trasnochada pretensión de que los pueblos que ha sido víctimas de la barbarie y la iniquidad acaban convertidos en pueblos compasivos, generosos y clementes. Leo en la prensa que grupos de sudafricanos enfebrecidos por el odio han comenzado a linchar en Johannesburgo a inmigrantes zimbabuenses. Estas hordas están integradas por los residentes del gueto de Alexandra, levantado en su día por los racistas blancos para garantizar la segregación de la población negra. Aquellos que fueron humillados, torturados y asesinados por el apartheid hoy humillan, torturan y asesinan a otros, más débiles y más pobres, en el mismo barrio que el estado blanco creó para que se pudriesen.
Que el ser humano es bueno no es sino una idea preconcebida.
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