“Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana”, decía mi abuela con el samaritano propósito de consolar al prójimo y alentar en él la esperanza de una existencia más complaciente. No niego que el refrán naciera con estas lenitivas intenciones, pero, en lo que a mí respecta, nunca he podido dejar de pensar que la verdadera pretensión que animaba a mi abuela era la de incitar a sus semejantes al suicidio. Si no, ¿para qué la ventana?Odio los refranes con la misma pasión con la que adoro las ventanas.
Un arquitecto sostendrá que una ventana es una solución técnica con la cual, al tiempo que se facilita el acceso de la luz al interior de las construcciones, se aligera la sensación de pesadez de las fachadas. Pero las ventanas son algo más que un vano abierto en un muro. Una ventana es un punto de vista sobre el mundo.
Parapetado tras una, James Stewart fisgó en los muy deplorables hábitos domésticos de Raymond Burr. La de Stewart era una ventana abierta al espanto de la existencia. King Kong, menos predispuesto a tales disquisiciones filosóficas, se limitó a trepar por los edificios. El gorila, a quien los viandantes recriminaban su incivismo y manifiesto desprecio hacia la integridad del mobiliario urbano, descubrió así, también a través de una ventana, cómo la bella Fay Wray se colocaba al alcance de sus garras.
Ofreceríamos una visión sesgada de la relevancia de las ventanas en el devenir de la historia de la humanidad si redujéramos su valor al de artefacto concebido para satisfacer la irrefrenable pulsión que nos empuja a cotillear la vida de los otros. Resultaría injusto obviar cómo las ventanas han servido a muchos de nuestros congéneres de especie para huir de la miseria de la existencia. Los suicidas, de ordinario, han concedido gran prestigio al salto en el vacío, un medio reputado en el gremio como el más resolutivo para finiquitar una vida desdichada. Donde se ponga una buena ventana que se quite el indigesto cianuro o el inestable gas butano. Además, las ventanas, según sea la altura sobre la que se asoman, dicen mucho del carácter del individuo. Quien se suicida arrojándose desde el alféizar de un bajo B revela un temperamento pobre y pusilánime.
Sé que habrá quien vea en todo esto que escribo un ejercicio escandaloso de cinismo ante el cual la gente decente no debe mostrar sino su reprobación y repulsa. Nunca ha sido mi propósito menoscabar la moral y las buenas costumbres ni incentivar un empleo inadecuado de las ventanas españolas. De hecho, quiero subrayar que, además de su uso como salida de emergencia para desesperados, las ventanas son, sobre todo, anfitrionas de la belleza que cuaja el universo: el canto del petirrojo que, llegado el crepúsculo, alcanza hasta la habitación más recóndita; el olor enervante y dulzón de la dama de noche que embriaga al durmiente; la luz perezosa que incendia la alcoba en las mañanas de invierno…En mi caso particular, lo que viene entrando por esa ventana desde el inicio del curso escolar es el aullido horrísono e irritante de una señora de edad que, asomada al exterior en un piso vecino, y de seguro arrobada por las ternezas de la infancia, ensalza, voz en cuello, las bellezas pueriles de su nieta. Como el gallo que cacarea con estrépito nada más sentir sobre su húmedo plumaje la tibieza de los rayos primerizos que el sol regala, de idéntico modo la señora, todos los días y a las nueve en punto, despide a su descendiente camino de la escuela entre gritos de admiración modulados con tal intensidad que no existe tabique, ni muro medianero, ni doble acristalamiento capaz de atenuar los agudos que emite tan prodigiosa laringe.
Sé bien que reflexionar acerca de estas cosas no conduce a ningún lado. No hace falta persuadirme de que un artículo sesudamente construido y perspicazmente argumentado que verse sobre la crisis del PP o el uso de gelificantes, espesantes, emulsionantes, colorantes y antioxidantes en la cocina de Ferrá Adriá confiere al periodista mayor reputación y prestigio profesionales.
Pero qué puede hacerse si yo adoro las ventanas.
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