miércoles, 4 de junio de 2008

El capitán Stubing y las "guest stars" (The love boat)

Que la vida era un sarcasmo lo supo una tarde de verano de principios de los 80 en la que vio en televisión cómo Julie McCoy, con una sonrisa luminosa y hospitalaria, recibía a Ava Gardner sobre la cubierta del “Princesa del Pacífico”. La relaciones públicas del barco gobernado por el capitán Merrill Stubing dedicaba unas palabras de bienvenida a su huésped, como siempre hacía al comienzo de cada capítulo. El guionista de este episodio había reservado para la Gardner el vistoso papel de una madura prima donna venida a menos, alcohólica y vencida, a quien la fortuna y el romántico influjo de aquel barco bendecido por Eros llevaría a reencontrarse en el camarote vecino con un amor de juventud que, abnegado y generoso, la redimiría de su desdicha pasada a través de un amor franco y desinteresado fraguado al relente de la costa de Acapulco. El personaje del viejo amante recuperado solía reservarse a Ricardo Montalbán o a Fernando Lamas.
Que la vida era un sarcasmo se lo malició cuando oyó el bufido de la sirena, anuncio del inicio de la singladura que conduciría al “Princesa del Pacífico”, y con él a su carga de corazones solitarios, hacia las sensuales promesas que ofrecía la calidez de Puerto Vallarta. Los pasajeros se arremolinaron a lo largo de las cubiertas del buque, poseídos, cual ménades en pleno arrebato dionisíaco, por una alegría incontenible que les empujaba a reír convulsivamente y a arrojar sin continencia papelillos y serpentinas sobre aquellos desgraciados que, abajo en el muelle, dedicaban indisimuladas miradas de envidia a los afortunados erosnautas.
Que la vida era un sarcasmo se le hizo evidente en el rostro ajado de la Gardner, en el que a duras penas, y siempre de una manera imprecisa e ineficaz, se podía reconocer algún vestigio de quien fue la mujer más bella del mundo, la perdición de los hombres, la encarnación del deseo, ahora confinada a la prisión de un corpachón de cien kilos, fingidamente feliz a bordo del crucero favorito de Venus.
Que la vida era un sarcasmo le quedó claro cuando los títulos de crédito anunciaron que la Gardner, el Montalbán, la Zsa Zsa Gabor, el Gene Kelly y la Lana Turner eran las estrellas invitadas o “guest stars” de la semana. En aquellos tiempos, el “guest star” formaba parte de una suerte de aristocracia televisiva que se elevaba sobre el resto de integrantes de lo que por entonces se llamaba “elenco protagónico”. Pero el “guest star” era un ser efímero, condenado a una existencia fugaz, apenas un episodio. La suya era una vida fulminante, como el rastro evanescente de una centella precipitada desde el cielo o la breve coyunda de la mosca del vinagre. Todas las “guest stars” fueron antes refulgentes estrellas del firmamento hollywoodiense, celebridades de la industria cinematográfica, jóvenes de cuerpos apetitosos y salaces, de labios perfilados y narices griegas, de torsos musculados y bustos ebúrneos, de copiosas melenas ensortijadas y frondosos tupés engominados. A las “guest stars” se les exigía que acreditasen un pasado glorioso con el fin de que, transcurridos tantos años, exhibieran su declive y consunción junto a la piscina donde Isaac, el camarero negro, servía combinados a las chicas en bikini.
La vida es un sarcasmo, se dijo cuando ya no albergaba dudas de que algún día no muy lejano él mismo acabaría convertido en una “guest star”, enfrentado al espejo que, de modo inapelable, le mostraría cómo el esplendor de la juventud, el fulgor de los ojos inexpertos, la reciedumbre de los tejidos flexibles y vigorosos dejan paso a la sombría acechanza de la vejez, el glaucoma y las cataratas, la artritis, la artrosis, la osteoporosis y los padecimientos reumáticos.
No serán los méritos acumulados de la “guest star” en la que un día se convertirá los que conciten la admiración de sus congéneres de especie más jóvenes, sino su colección de años, su resistencia, parangonable a la proverbial durabilidad atribuida al modesto traje de pana, la cualidad de momia que no acaba de espicharla. Los humanos somos así: no privamos del aplauso al cuarentón que descubre la vacuna capaz de erradicar un ciento de enfermedades mortales, pero celebramos con mucho mayor entusiasmo a la mojama que, contra toda ley natural, ha llegado a alcanzar una improbable edad centenaria.
Que la vida era un sarcasmo fue lo último que se le oyó musitar antes del último tránsito, la voz apagada, la mandíbula descoyuntada a la espera de la mortaja. Al fondo de la alcoba, Ava Gardner, dichosa cual sólo puede serlo un huésped del capitán Stubing, lanzaba confeti de colores sobre el lecho de la estrella invitada.

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