miércoles, 21 de mayo de 2008

Una cosa digna de verse

Mientras cumplimentaba un formulario del modelo 902 acodado sobre su mesa del negociado municipal para el que trabajaba, Ángel Volado levitó un tanto. Si juzgamos el prodigio en virtud de la altura alcanzada por el levitante, la velocidad imprimida al vuelo o la duración del estado de suspensión, el portento del que fue protagonista Ángel V. no podría reputarse entre los más impresionantes. Ángel apenas se elevó 25 centímetros del suelo durante unos pocos segundos, milagro más que modesto si ha de compararse con las apariciones marianas de Fátima o la carne resurrecta de Lázaro, cuyas magnificencia, espectacularidad y puesta en escena hacen palidecer el discretísimo planeo de nuestro funcionario.
La ausencia de un estilo depurado, la obvia impericia aeronáutica del auxiliar administrativo, la tosquedad de su técnica levitadora y su absoluta carencia de sentido escénico no constituyeron, sin embargo, juicios capaces de entorpecer el asombro de los oficinistas del negociado testigos del sobrenatural episodio. Los departamentos municipales no ofrecen a diario espectáculos de esta especie.
La noticia del funcionario que levita en horario de oficina trepó por la escala jerárquica del Ayuntamiento hasta hacer cima en el mismísimo alcalde, quien, con el tiempo, habría de convertirse en el muñidor de la vertiginosa carrera social y profesional que condujo a Ángel V. a ser reconocido como uno de los hombres más influyentes de su generación.
Pero volvamos a Ángel V. Hasta el día en que, vaya usted a saber por qué, se elevó un cuarto de metro sobre el parqué del negociado, Ángel V. no había levitado jamás. Tampoco volvería a hacerlo después, a pesar de la pertinaz insistencia de sus contemporáneos. “Quien hace una levitación, hace ciento”, murmuraban poderosos y populacho a su alrededor, convencidos de que si Ángel no había vuelto a levitar era, sencillamente, porque no le daba la gana. Nadie quería creer que el pobre no habría sabido cómo repetir aquella maravilla del vuelo sin impulso.
La protección del alcalde y su recién adquirido carisma valieron a Ángel V. un cargo de responsabilidad en el Ayuntamiento, el sillón “J” mayúscula de la Real Academia de la Lengua de Gracielas, su ciudad natal, un escaño de caoba en el salón de plenos de la Diputación Provincial, los títulos oficiosos de polígrafo, intelectual y poeta, la presidencia del Círculo Mercantil y una amante de la que le separaban 20 años y 40 kilos. Ángel V. no volvió a levitar pero, a juzgar por el generoso trato que le dispensaba la vida, habría tenido sobradas razones para hacerlo.
La existencia le sonreía, por lo que apenas si le perturbó el acoso silencioso de quienes aguardaban la repetición del prodigio. “Quien levita una vez, levita ciento”, insistían plebe y aristocracia.
Si Ángel pronunciaba el pregón de las fiestas locales, nadie reparaba en sus gestos ampulosos ni en su correcta dicción. La atención de la multitud se concentraba en sus pies a la búsqueda de un indicio que revelase el inicio de un movimiento ascendente. Si las autoridades le invitaban al acto de inauguración de una modernísima depuradora de aguas residuales, la comitiva, ajena al discurso del prohombre, fijaba la mirada en los zapatos italianos del ex funcionario, convencida de que sería en aquella ocasión, ante un público tan selecto, cuando Ángel V. se elevaría sobre sus conciudadanos para pasmo y orgullo del pueblo que le vio nacer. Tal cosa jamás sucedía.
Aquella monomanía persiguió a Ángel V. hasta su mismo lecho de muerte. Junto a él, dolientes en aquel tránsito postrero del amigo, se hallaban los hombres más notables, admirables y cultivados de la localidad, a quienes todos reconocían una estimable pericia en la difícil empresa de sobrevivir a todo tipo de regímenes sin merma de salario, patrimonio y prestigio.
En aquel preciso instante, y entre estertores, Ángel V. abrió los ojos de improviso, como dos faros enormes y extraviados, escrutó a la concurrencia, irguió la cabeza, elevó los brazos, agitó las piernas y, cuando todos creían que, por fin, remontaría el vuelo para escapar de la iniquidad del mundo a través de la ventana de la habitación, dejó escapar una ventosidad y murió.

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